Véanlo a Espinosa: acaba de cerrar la puerta del departamento después de guardar el papel en un bolsillo, bajar al estacionamiento, subirse al auto, tomar por la avenida hasta dar con la colectora y trepar la autopista en menos de lo que su cabeza alcanza a registrar esa serie de acontecimientos. Lo ha hecho de manera mecánica, llevado por un impulso al que cualquier cosa se le permite y consiente.

Ciego, se lo ve, como si esa lonja gris no fuera a tener final, o el final no fuera otro que la sorpresa con la que busca encontrarse. Ciego y sordo al suave runrún del motor del auto, que será su gran aliado desde este instante y hasta que todo termine.

No le hace mella ese runrún, el ruido está en él desde hace días. Tres, exactamente. No puede quitarse ese coro de voces machaconas, herméticas de su cabeza, que vuelven una y otra vez cual mosca que aturde con su seseo. Aunque en verdad, y Espinosa contempla esa contingencia, quizá no se trate de tres días, sino que se remonta más allá en el tiempo.

¿Cuándo fue que empezó?, se pregunta, los ojos clavados en la sinuosidad plateada del asfalto. ¿Cuándo ella empezó a viajar por trabajo, a regresar cada día más tarde y agotada al hogar, pero, al mismo tiempo, a volverse más solícita? ¿Cuándo cambió de hábitos alimenticios y de vestuario, y pasó de comer lo que hubiere a preparar platos exquisitos y sofisticados, y de comprar trajecitos grises opacos a vestir medias de nylon, catsuits y polleras ajustadas? ¿O a partir de que notó un leve      aroma a plástico tras hurgar en ella con sus dedos y no se animó a decírselo y eligió mentirse, argumentándose que vendría de otro lugar, de sus propias manos, de una bolsa cualquiera de súper, de algún producto vencido de los que tantas veces se pudrían en la heladera?

Espinosa nunca ha sabido moverse en la incertidumbre. La incertidumbre fue siempre, para él, el único territorio donde el hombre deja de ser lo que es para perderse en lo que jamás podría haber imaginado que sería. Una serie de pruebas –arduas, ingratas– a superar a medida que la obligación de improvisar propone. Pero ahora no sabe cuánto más ha de conducir por la autopista. Debería mirar en la aplicación del teléfono y calcular las horas de viaje, hacerse carne con lo suyo y moverse en un terreno medianamente previsible, pero hay algo que le dice que no, que debe poner un freno mientras acelera. Paciencia y ansiedad. ¿Chascomús o Tapalqué?

Viaja hacia el oeste, y el crepúsculo, o esa nueva forma del amanecer a la que se asemeja el crepúsculo, es su objetivo final. ¿Qué piensa, qué siente Espinosa en este momento? Que hay cierta equivalencia entre él y un marino del siglo XVI que navega a tientas por las aguas del Caribe, solo que lo que a él le toca es un océano de asfalto bajo el fuego del atardecer. El sol, en su huida, pinta una paleta multicolor sobre el conglomerado de nubes amputadas por el viento, pero Espinosa no encuentra el extremo del ovillo desde donde desanudar la calma que le permita admirar esa belleza. 

En el lento vaivén del auto sigue recuperando escenas sueltas, flashes, como si su memoria fuera una tijera desafilada que busca sobre la línea de puntos un recorte estricto.

Los últimos meses nada habían tenido que ver ni con el desparpajo de los inicios, cuando los cuerpos ganan sus batallas en el ámbito de la novedad, sea perímetro o consistencia, superficie o concavidad, ni con aquella breve etapa, un par de años antes, de introversión y recato, como si hubiese aparecido un límite invisible entre una carne y otra. De pronto, todo se había vuelto salvaje: pedir, hacer, aullar; danza y lencería; hacelo, frotate, hundite, lamé. “¿Que te ate?, ¿para qué?”, llegó a pensar en voz alta Espinosa una noche de verano, con la brisa del mar haciendo flamear las cortinas, y se quedó mirándola, como quien duda entre matar al último ejemplar de la especie para alzarse con un premio excepcional o dejarlo huir hacia la selva para que sobreviva. Fue entonces que el amor se convirtió en una jurisdicción acéfala, un líquido amniótico en el que Espinosa naufragaba, se dejaba ir, saciado ya, vacío, siempre a punto de nacer. El vía crucis del deseo, oh, eureka, lo reclamaba.

No es tan difícil verlo ahora a Espinosa quitar el pie del acelerador, poner punto muerto, tantear apenas los frenos, dejar que la inercia haga lo suyo y detenerse a un lado de la tercera o cuarta cabina de peaje. Estira el brazo con el billete, pregunta:

—¿A cuánto estoy de Chascomús?

La chica duda. Es regordeta de cara, lleva los labios pintados de un rojo furioso y el flequillo stone. No lo mira; los ojos se le pierden en manipular la máquina, ticket, monedas.

—Cuarenta minutos, más o menos.

Mientras pone primera y se inclina para guardar el vuelto, Espinosa palpa el bolsillo y comprueba que el papel sigue ahí, aunque no le haga falta releerlo para recordar esas pocas palabras, selladas como las tiene del lado de adentro de la frente.

La noche se impone sobre el paisaje. Montes, alambrados, campos verdes, caminos laterales han sido devorados por esa garganta oscura. Apenas las líneas blancas o amarillas que surfean el asfalto sobreviven a los triángulos de luz que el auto emite. La ruta, serpentina sombría a la que los neumáticos se adhieren con un empeño adiestrado.

Espinosa piensa en prender el estéreo, pero hay algo en él que le dice que no, que no podría soportarlo. Le bastan las voces machaconas, la mosca molesta y su seseo. Tantea la idea de parar en una estación de servicio y no le cuesta imaginar lo que vendría:

—¿Lleno?

—Sí.

—¿Limpiamos el parabrisas? —¿Por qué los playeros hablan en plural?—. ¿De aceite y agua cómo estamos?

Echa un vistazo al tablero, se dice: “Llego. Por lo menos, a Chascomús llego”.

Tres días sin noticias de ella. Así fue que empezó todo.

Desesperación. Incertidumbre. Desconcierto. El teléfono con el que usted intenta comunicarse se encuentra apagado o fuera del área de cobertura. Sin movimientos de cuenta bancaria, la ropa en el vestidor. Una plétora de imágenes: se fue con otro, otra, otros. Accidente, secuestro, amnesia temporal, viaje relámpago, cambio de identidad. El pronóstico decía desolación, la posibilidad de saberse abandonado, casi tan absurda y dolorosa como el abandono mismo.

Nada de llamados a amigos y menos a la familia. Mensajes esquivos. Nada de denuncias. ¿Del buró? Se siente mal, creo que empezó con los calores, es propio de la edad. ¿Necesita un certificado? Mañana se lo acerco. ¿Iván? Necesito un favor, ¿estás en la clínica? 

Hasta que encontró ese papel. “Estancia La Blanqueadita. Viernes, 22.30”. Googleó y se encontró con que había una estancia La Blanqueadita en Tapalqué y una estancia La Blanqueadita en Chascomús, y que si no era una era la otra, y que no llegaría a saber de qué se trataba a menos que emprendiera ese viaje. 

“En la próxima salida gire a su derecha por Ruta Provincial 20”, oye Espinosa que dice la voz latosa, con su tono ibérico, de la aplicación del teléfono, y ahí lo vemos a Espinosa hacerle caso y girar, hacer unos pocos kilómetros y desviarse en el primer camino rural que encuentra.

¿Qué siente ahora Espinosa? No lo sabemos. ¿Ve a los caballos noctámbulos pastar junto al alambrado? No, no los ve. El auto traquetea sobre las huellas rotas que el camino le propone. Desacelera, como si llegar no fuera una solución sino un problema. “Usted ha arribado a su destino”, dice la voz frente a una tranquera abierta, y a partir de entonces lo que le suceda a Espinosa será un cuento que, quizás, en algún momento, él pueda llegar a contar.

Más allá de la tranquera hay un sendero y al final del sendero una figura. Espinosa disminuye la velocidad. Podría oír el murmullo de la gramilla al chocar sobre el chasis del auto, pero no la oye, ocupado como está en descifrar esa figura que le hace señas y le indica de qué manera llegar hasta un galponcito de chapa y ladrillos que se recorta ante los faros. Luz alta, Espinosa, luz alta.

Frena, corta la marcha del motor, pero deja la llave en posición de encendido para que las luces no lo abandonen en la oscuridad total. 

Baja. Hay algo que lo invade, primero, y es una brisa fresca y el canto de las ranas y los grillos, y, después, el hombre. ¿Dónde está? Acá, detrás de él. Espinosa gira y lo ve extender el brazo izquierdo y señalar la puerta corrediza, metálica, del galponcito. Las sombras no le permiten descifrar sus facciones, pero le llega su voz cavernosa, que no parece salir de la garganta, sino de algo más profundo, de la noche misma.

—Pase. Lo estábamos esperando.

¿Estábamos? Espinosa entra al galpón y seguramente alcanza a ver, en un parpadeo rápido, cubiertas viejas de camiones y tractores, bolsas de cereal, baldes, la caja de un camión volcador, discos de arado.

De nuevo:

—Pase. Lo estábamos esperando.

Avanza unos pasos, Espinosa, y ahí la ve, ahí está ella, en un rincón: las piernas abiertas, extendidas, la flor velluda, los puños aferrados por dos cuerdas baratas a la cabecera de un catre. Soga, nylon y lencería.

A Espinosa le falta el aire, un poco por el olor a querosén quemado que inunda el ambiente, un poco porque ni sus pulmones llegan a creer lo que respiran. ¿Alcanza a adivinar, a la distancia –serán unos seis, siete metros los que lo separan de ella– si está ahí porque sí, porque quiere, como parte de un plan metódicamente elaborado, o porque fue arrastrada a la fuerza?

Podemos pensar que es eso lo que Espinosa se pregunta mientras me da la espalda y luego gira para mirarme, y yo vuelvo a estirar el brazo izquierdo señalándole el catre, dándole a entender que vaya, que haga tranquilo, que el espectáculo es todo suyo.

Hernán Carbonel (Argentina). Es periodista freelance de revistas y suplementos culturales, da talleres de lectura y es editor de contenidos en Fundación La Balandra. Este año publicará Sedimentos, una antología de entrevistas, homenajes, artículos y ensayos breves.

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