Pau Turina

Marina Closs nació en la provincia de Misiones, Argentina, en la localidad de Aristóbulo del Valle, en 1990. Empezó a escribir desde muy chica, y con tan solo 28 años ganó uno de los premios más importantes de su país, el Premio Nacional de las Artes. De esa forma, irrumpió en la literatura argentina como una voz original, fresca, y con mucha potencia. Entre sus libros, se destacan Tres truenos, Monchi Mesa y su última novela, recientemente publicada, La despoblación.

Marina escribe apenas se levanta, mientras toma mate. Dice que escribe bastante rápido, que se acostumbró a borrar. “Me frustro, me enojo y me irrito mucho. A veces, quedo idiotamente feliz. Me siento una persona digna muchas horas, solo porque me pareció que escribí algo bueno. Al otro día, borro todo, me doy cuenta de que no tenía razón en nada. Escribir es una actividad bastante catastrófica. Nunca rinde, ni en tiempo, ni en felicidad, ni en dinero. Cuando dejo de escribir, siempre encuentro que la vida es mejor, que hay más tiempo, que se pueden hacer cosas que de verdad hacen bien. Paso unos días así, y al final siempre descubro que lo único peor que estar escribiendo es no estar escribiendo”, cuenta.

¿Cómo ves el panorama de los jóvenes autores latinoamericanos? En alguna medida, ¿creés que se publican más porque hay más becas, maestrías y herramientas de difusión? Porque hay muchas voces nuevas, jóvenes y potentes.

Soy bastante mala para captar fenómenos actuales, porque no estoy atenta, me va llegando todo como por rendijas. Y estoy feliz así. No leo todas las novelas de las que se habla, pero leo mucho, y van llegándome cosas que me gustan. Obviamente, hay mucha repetición, mucho oído puesto en los temas de moda. Es lindo encontrar gente que logra escaparse de eso (porque es difícil, es terrible, de hecho: parece imposible, es casi un carácter peculiarísimo que hay que tener). Uno parece que está condenado a existir como tema o a no existir en absoluto. Quiero decir que correrse un poco de los temas de moda parece que te condenara a la incomprensión o, peor, a la inexistencia. No sé si estoy muy orgullosa de nuestros tiempos. Como toda vulgar esteta, trato de concentrarme en los libros y no producir avalanchas de opiniones en otros medios. Porque se profundizó lo que hace mucho dijo Aira: los escritores parece que se terminaran volviendo funcionarios de cierto “sentido común”. Y no está mal, pero después uno tiene que hacerse cargo de que se está planteando a sí mismo, política y moralmente, como modelo. Y yo no me siento un modelo. Quizá es una lástima, pero no tengo ni la más mínima vocación. Mi sentido común, de hecho, es ridículo ¡mirá si estuviese intentendo imponérselo como modelo a alguien! 

Más allá de las diferencias claras y la diversidad de voces narrativas que hay en cada país, ¿encontrás algunas características que identifiquen a la literatura latinoamericana?

Otra vez tengo que confesar que, ante cualquier conjunto, yo enseguida me quedo perpleja. No sé quiénes seremos los latinoamericanos. Crearse un nosotros es siempre pasar por alto un montón de cosas, y esas cosas pueden ser justo el corazón de la literatura latinoamericana, ¿no? En todo caso, yo sí tuve en mi propia experiencia una influencia muy fuerte de autores de mi región geográfica que no coinciden con las fronteras políticas ¿sería eso lo latinoamericano? Una familia que no reconoce fronteras políticas, en verdad, una familia que se va al carajo (o, por lo menos, a Rusia). Sería lindo pensar que lo latinoamericano sigue siendo un poco lo borgeano: la posibilidad de salir disparado para cualquier lado. Y en cualquier momento.

En La despoblación recuperás cierta voz narrativa utilizada en tu libro de cuentos Tres truenos, ese escenario que es Misiones —tu lugar de origen—, y explorás el cruce entre los aborígenes y la misión jesuítica. ¿Cómo surgió esta historia? ¿Cómo fue su proceso de escritura?

Después de escribir “Cuñataí” (el primer cuento de Tres truenos), me quedé muy enganchada con algunas lecturas que tenían que ver con el mundo y la religión guaraní. Y seguí leyendo, un poco sin horizonte. Creo que en esas lecturas extraviadas apareció Overá, ese cacique que afirmaba ser hijo de Dios y hermano menor de Jesús. Era un cristiano y todo lo contrario a un cristiano. Me quedé encantada. Me lo imaginé completamente. 

¿Creés que en alguna medida es rescatar ciertas historias olvidadas, de los pueblos originarios que vivieron en esa provincia? 

Mi intención no es rescatar. Overá es una leyenda de unos cuantos siglos y La despoblación es un libro que salió en mayo. No sé quién va a salvar a quién, eso es lo que quiero decir. La despoblación es, más bien, un intento de escenificar esa carrera de la escritura detrás de todo lo otro: la oralidad, las canciones, las leyendas. Está el escritor, el anotador intempestivo que es Antonio. Y está el cantor y bailarín que es Overá. Y después está Anastasia que quién sabe qué es o qué piensa, es tan sutil y oscura que se va antes de que nadie diga nada. En verdad, creo que La despoblación es una carrera de todos contra todos, todo el mundo persigue a alguien y es perseguido. Incluso en medio de la total confusión, nunca pierden su velocidad. Así como la escritura creo que gana una especie de ánimo persiguiendo otra cosa. La misma velocidad de la presa la vuelve, creo, un poco más imprevisible. Y poderosa. 

La religión también tiene un papel central en este libro y también pienso en el cuento “Cuñataí o de la virginidad” en tu libro Tres truenos, como en ambos relatos, pese a la diferencia, las creencias determinan el accionar de los personajes y son centrales en la historia. ¿Qué te interesa puntualmente del tema de la religión para abordarla en tu escritura?

Yo creo que la religión es una especie de carpa, de campamento al borde de la desesperación. Hay épocas más desesperadas que otras o, en verdad, ¿hay épocas más desesperadas que otras? Creo que, en cualquier época, uno se encuentra ante situaciones en las que siente un deseo desesperado de poder entender, de poder aceptar o interpretar. Y ahí empieza un campamento, siempre al borde de la nada. Eso es la religión. Una forma de la desesperación que se queda justo al margen, porque se inventa una utopía, una esperanza: ¿una carpa? Y ahí se queda, al menos, por un rato. Para aguantar el viento que viene de lo otro. 

En ese sentido, ¿cuánto de haberte criado en Misiones influye en tu escritura?

Es raro, porque así como por cierto tiempo estuve escribiendo mucho sobre Misiones, también me acuerdo de que al principio no podía escribir absolutamente nada. Me parecía terrible para todos mis propósitos literarios haber vivido ahí. Me parecía que había vivido una vida inescribible. Y, de pronto, empecé a escribir, todavía no entiendo bien por qué. Creo que fue la mezcla de haber leído a Madariaga, que escribe sobre Corrientes, a Marosa di Giorgio que escribe sobre un Uruguay muy raro, a Guimarães Rosa, que escribe sobre Brasil. A Sara Gallardo, que en Eisejuaz escribió una vida que yo podría, por lo menos, haber visto u oído. Ahí me di cuenta de que todo eso inescribible en verdad era una especie de provocación. Y yo tenía que enfrentarme a eso. ¡Era hasta una suerte! 

Es interesante como los escenarios de tus libros no son las grandes ciudades. ¿Qué encontrás en el campo, en la selva, como escenario atractivo para escribir? 

Estuve bastante tiempo un poco peleada con la “literatura argentina”, que me parecía muy urbana, muy cosmopolita y muy aburrida, también. Creo que ni hace falta agregar que muy masculina. Eso venía un poco inspirado en un canon que por suerte se fue desarmando. El problema de ese canon, creo, es que era monótono. Una miraba de afuera y se quedaba un poco buscando las siete diferencias… Creo que ahora la cosa se puso más multifacética, hubo un recambio precioso. Hay autores que estaban injustamente en segundo plano y que ahora están ahí por fin. Por otra parte, yo creo que ese canon estaba demasiado influido por el discurso teórico, que tapa un poco la realidad desfachatada y plástica que (perdón por ser tan acertiva) es la literatura. Un discurso (¿una moda?) teórica se los tragó por algunos años. Pero ahí salieron… literalmente “frescos como un caballo”. 

Marina Closs (Argentina). Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y prepara un doctorado en literatura alemana. En el 2018 ganó el primer premio del concurso de cuentos del Fondo Nacional de las Artes por Tres truenos; y el premio Angélica Gorodischer por la novela Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre. Publicó también los libros Monchi MesaTascá Skromeda y La despoblación. Fue finalista del Premio Finestres por la edición española de Tres truenos y del Premio Ribera del Duero por Pombero (aún inédito).

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