Pau Turina

Con una obra única y original, la escritura de Halfon es leída en toda Latinoamérica. Un escritor para el cual el proceso de escritura es un acto de fe, de entrega a un oficio incierto, inexplicable y hermoso a la vez.

Entre los temas que narra Canción, tu último libro, está el hecho de que sucede en 1967, en plena guerra civil de Guatemala, con el secuestro de un comerciante judío y libanés que, a través de lo que se narra, sabemos que es tu abuelo. En la Argentina, la temática de la dictadura se aborda en gran medida en los libros de ficción. ¿Cómo es el caso de Guatemala? ¿Cómo fue que decidiste que este hecho sea un hilo conductor de este libro? 

En Guatemala hubo una generación de literatura de posguerra. Es quizá la generación previa a la mía, que hizo una literatura sobre el conflicto armado interno. Generalmente, de personas que vivieron el conflicto armado. Por ejemplo, se escribía mucho testimonial o libros de historias vividas. Siempre hui de eso. No quería entrar en ese tema, por una razón muy clara: nunca viví la guerra en Guatemala, o la viví de una manera muy distante. En los años setenta, vivíamos en una especie de burbuja, aislados completamente de la realidad política y social del país. No se hablaba de la guerra, no se sentía la guerra porque principalmente sucedía en las montañas. Era un conflicto de la selva. Al final de los años setenta, comienza a entrar a la ciudad, a la capital, y como niño empiezo a registrar cambios: tiroteos, bombas, un guardaespaldas que de pronto apareció en mi casa que acompañaba a mi papá. Hay primeros indicios de la violencia en mi memoria. Y justo en ese momento, en el año 81, huimos de Guatemala cuando tenía diez años. Después viví físicamente desde lejos el resto de la guerra, esa década de los ochenta fue terrible, quizá la más violenta, la más sanguinaria. Nunca sentí que tenía algo para decir sobre la guerra. Hasta que me topo con Canción, este señor que secuestró a mi abuelo en 1967, y que me sirve de puerta de entrada a ese gran tema, que había sentido tan lejos.

En tus libros y, por supuesto, también en Canción, está presente tanto la memoria como la infancia. Rilke escribió que “la verdadera patria del hombre es la infancia”. ¿Coincidís? Pienso que justamente Rilke escribe “patria”, en la que naciste y que, como mencionabas, debiste exiliarte. 

Siempre me he sentido apátrida. Nunca he sentido una sensación de patria, especialmente, la nacional. Hablar de Guatemala o de Estados Unidos, España o Francia, donde también he vivido. Nunca me he sentido con raíces o con una sensación de nostalgia hacia un lugar. Entonces, cuando menciono esto, las personas intentan buscarme otra patria. La infancia tiende a ser una posible respuesta. Otros dicen que mi patria es el lenguaje. El español al que volví después de muchos años de vivir en Estados Unidos y cuando empecé a escribir, lo hice en un español muy elemental. Tuve que desarrollarlo y recuperarlo. La lengua materna como patria. Creo que quizá Rilke tiene razón en el sentido de que para mí todo se explica en mi infancia. O más bien, todo trato de verlo desde el punto de vista de mi infancia. Si voy a hablarte de la guerra en Guatemala, voy a hacerlo desde la infancia, si voy a hablar de mis abuelos, o de mi hermano, o de mi padre, lo hago siempre buscando pistas o evidencias, pequeños disparadores en la infancia. Siempre he escrito así. A veces empiezo desde la infancia misma, y otras veces vuelvo la mirada hacia atrás, para ver qué encuentro ahí en esos primeros años. Y Canción sucedió de esa manera. Es casi una guerra vista a través de la mirada de un niño, sobreprotegido, aislado, que luego fue desarraigado de su país y de su lengua. Es la única manera que puedo escribir, con ojos de niño.

Como mencionaste, de chico emigraste junto con tu familia, justamente, huyendo de la dictadura de Guatemala a Estados Unidos, pero luego no es que te asentaste en algún lugar puntual, sino que siempre continuaste trasladándote. En Francia, estuviste por una beca y te sorprendió la pandemia. Esa especie de nomadismo, ¿fue buscado o no? ¿Sentís que ese movimiento se refleja en tu escritura?

Toda mi vida ha sido un nomadismo. Desde que salimos de Guatemala, e incluso antes de salir de Guatemala. Recuerdo esos primeros diez años como una especie de nómada en tierra propia. Crecer judío en un país absolutamente católico, donde en ese entonces había cien familias judías, era muy extraño para un niño. Cuando todos mis amigos eran católicos y hacían primera comunión, y celebraban Navidad, había un calendario escolar basado en celebraciones católicas, que todo eso no se haga en casa, era extraño. Podemos retroceder aún más. Vengo de cuatro abuelos nómadas, que salieron de sus países, de Líbano, Polonia, Egipto y Siria, por azares y por mareas, llegaron eventualmente a Guatemala. Es decir, siempre he sido nómada. Los últimos años, la última década, mi nomadismo ha cambiado un poco. Estuve un tiempo en Nebraska, en Estados Unidos, luego dando clases en Iowa, después en París por una beca, y luego la pandemia me obligó a quedarme en Francia, y ahora me mudo a Berlín, con mi familia vamos a vivir un año en Alemania. Ya es un itinerario más pesado, no llevo estas andanzas con la ligereza que las llevaba desde más joven, pesa más la logística de mudarse con un niño. No conozco otra manera de vivir. Toda mi vida ha sido una especie de flotar, de deambular, sin llegar a aterrizar a ningún lado. Llego a un lugar y no compro muebles, no termino de desempacar cajas. Dejo mis libros en cajas, porque sé que se viene otra mudanza dentro de poco. Evidentemente, eso se refleja en lo que escribo. Escribo mucho sobre ciudades, y como no tengo una ciudad propia, voy escribiendo sobre otras ciudades, sobre estos viajes mismos. Lo que sí me he dado cuenta es que necesito mucho tiempo, mucha distancia con esas ciudades, para escribir sobre ellas. No es un estilo periodístico, que escribo mientras vivo, sino que lo hago mucho tiempo después. Y quizás es cuando más escribo sobre Guatemala, cuando no estoy ahí. 

También abordás el tema de la identidad, no solo la tuya, sino también la de quienes te precedieron. ¿Podríamos decir que, en esa mezcla, en esa identidad que está en las raíces judías y libanesas, se encuentra tu búsqueda?

Es una palabra que me persigue. No sabía que estaba escribiendo sobre la identidad hasta que un periodista me lo mencionó hace diez años. No es una palabra que tenga presente mientras escribo, porque es una palabra casi que no pertenece al mundo literario, es una palabra muy poco asible, tal vez más perteneciente al mundo de la sociología, la antropología, pero en mi escritura no es intencional. Obviamente, estoy escribiendo sobre las diferentes máscaras y los diferentes disfraces que uso, las diferentes herencias que he recibido, de mis abuelos, sus historias de emigración, que me van poco a poco conformando. Entonces, hay una escritura sobre la identidad, mucho más que sobre mi identidad. No es una autobiografía lo que escribo, no es ese tipo de trabajo, pero hay en las andanzas de ese narrador una construcción de algo, de estas partes que lo conforman. Creo que en esa búsqueda hay cierta resonancia con el lector, porque todos tenemos este fenómeno, todos somos una especie de rompecabezas, y quizá mi manera de ver ese rompecabezas es a través de la ficción. Igualmente, podría haber escogido otra manifestación, otras personas lo hacen a través del arte, de la música, de la filosofía, del teatro. En mi caso particular, fue la ficción, la herramienta o el método que me interesó para tratar, no sé si el armado de ese rompecabezas, pero sí al menos para acercarme a él.

Es interesante que tus narradores o protagonistas suelen ser Eduardo Halfon, pero que no es el verdadero Eduardo Halfon. Ese elemento, por lo que he hablado con colegas y lectores y lectoras de tu obra, suele ser el que en mayor medida destacan. Ese no saber hasta qué punto es ficción o no lo que se narra. ¿Por qué creés que hay tanto interés en dilucidar qué es lo real de lo que se lee?

No entiendo esa fascinación. Todo es ficción, absolutamente todo. El libro se vende como ficción, el lector lo compra como ficción. Es una especie de contrato. Pero por alguna razón, en la página diez, olvidaron ese contrato y comienza a cuestionarse sobre si es no real lo que se narra. Es un fenómeno muy literario, solo sucede en la literatura. Que yo sepa no le han preguntado a Seinfeld cuánto de sus episodios es ficción y cuánto es realidad, o a Woody Allen, o a Larry David. En el cine, en las series, en la televisión, es un fenómeno bastante común y aceptado, que lo que ves en la pantalla, no es la vida de ese personaje, es ficción, aunque lleve su nombre, aunque se le parezca. En el caso de la literatura, existe la fascinación por saber cómo defino esto que se le está haciendo a Halfon, si es ficción o autoficción. Como no logran resolver ese problema, inventaron una palabra nueva, que no me gusta, porque toda literatura es ficción y toda literatura es autobiográfica; por eso, decir autoficción me parece redundante. En mi caso, le doy mi nombre a un personaje ficticio, que va a contarte sobre sus viajes y sus experiencias, que en algún punto se rozan con las mías, o se reflejan como una especie de espejo, pero es un espejo de circo, que deforma de alguna manera, no es un espejo real.

¿Cómo te definirías como lector?

Creo que todo lector es disperso, va brincando de libro a libro como si fueran piedras para cruzar en un río. Es un poco al azar. Yo he sido varios lectores, al menos tres lectores. Cuando empecé a leer, llegué a la lectura muy tarde y por accidente. No me gustaba leer de adolescente, no tenía libros, no entendía a la literatura, era chico y era bueno para matemáticas. Y de pronto, a los veintisiete años, cuando estaba de vuelta en Guatemala, descubro por accidente la literatura y me vuelvo lector. Entro a lo que llamo mi primera fase, lector yonqui, sentía que tenía que leer todo lo que no había leído en mi vida, todo libro escrito tenía que leerlo ya, y leía todo el día. Leía libros que hoy no podría leer, que tenían seiscientas, setecientas páginas, que requerían muchas horas, paciencia y concentración. Era un lector adicto y los libros eran mi droga. Ese tipo de lectura da paso al segundo lector que fui, el lector artesano, que quiere aprender a escribir. Cuando empiezo a querer escribir, empiezo a leer de otra manera, y los comentarios en los márgenes son los de alguien que quiere aprender a escribir. Ya no son los comentarios, los subrayados por deleite, sino por descifrar. ¿Cómo hicieron Kafka o Cheever para lograr esto? Y luego, llego a una tercera etapa que tengo que llamar el lector hijo de puta, porque es un lector impaciente, intransigente, intolerable. Ya no tengo paciencia, y tengo tan poco tiempo para leer que me tiene que deslumbrar de inmediato o no sigo leyendo. Y eso es algo que no hubiera hecho hace veinte años, porque me imponía la regla de que tenía que terminar todo libro que empezaba. Ya no. Lamentablemente, sigo en esa etapa. No es una etapa que me guste, pero ahí estoy metido. No sé si es por ser papá o por el Covid. Siento que tengo muy poco tiempo para leer y quiero libros que me deslumbren únicamente.

¿Creés que hay algún rasgo que englobe la literatura latinoamericana contemporánea? 

Creo que es imposible englobarla porque somos países muy distintos, pero, al mismo tiempo, muy similares. Cuando escribo un libro sobre la guerra o sobre la dictadura, o sobre la represión o las desapariciones en Guatemala, un argentino, un chileno, un mexicano lo entienden perfectamente. Tal vez no seamos tan distintos como creemos en términos de generación literaria. Eso es lo que muchos quisieran saber: ¿qué nos une como escritores latinoamericanos? No se sabe aún. Un rasgo que veo es que muchos de mis amigos y colegas latinoamericanos ya ni siquiera están en Latinoamérica, algunos escriben desde España, Estados Unidos, Francia, Berlín. Ya no es una generación geográfica de escritores y tampoco lo es necesariamente el lenguaje, porque hay escritores latinoamericanos que escriben en inglés, por ejemplo. Si hay algo que quizá nos hermana es ser una especie de escritores cosmopolitas, de llevar a Latinoamérica por todo el mundo. 

En 2007 fuiste elegido en la lista Bogotá 39, que selecciona a los mejores escritores y escritoras menores de 39 años de Latinoamérica. ¿Qué opinión tenés sobre este tipo de listas?

Creo que no hay que ser tan lapidarios con las listas. Es un muestreo, una especie de antología, no es una lista definitiva, es solo una muestra de lo que está sucediendo en un momento dado. En 2007, cuando fui seleccionado, por supuesto, había una corrección política. Tenía que haber un centroamericano, tres de por aquí, dos de por allá, intentando ser inclusivos; por eso, hay que verlo como una antología. Algunos de los nombres quedarán, otros se desvanecerán, otros faltarán, e igualmente sucederá con las nuevas listas. Son nada más que una pequeña muestra de lo que está sucediendo en un momento dado y hay que leerlas así. 

En una entrevista mencionaste, en relación con la escritura, que “es un acto de fe hacer literatura. ¿Por qué?

Estaba hablando con un escritor cubano, que falleció hace poco, ya mayor, Alcides, sobre la literatura, qué significa ser escritor. Él me dijo: “Eduardo, es que un escritor se está jugando la vida. Le estás entregando la vida a una profesión incierta, extraña, misteriosa”. Uno no sabe qué está haciendo cuando escribe. Es un oficio realmente misterioso. Estás todo el tiempo en la oscuridad. No sabes si lo que estás escribiendo está bien o si está mal, por qué hago lo que hago y hacia dónde voy con esto. Hay una incertidumbre total con el proceso literario, incluso escribo desde hace veinte años, publiqué quince libros y no sé qué estoy haciendo, no sé cómo lo hago, no sé por qué lo hago, me siento como en una habitación oscura sin luz y voy a tientas, tocando un poco, avanzando y luego tropezando. Entonces, dedicarle tu vida a algo así tiene que ser un acto de fe, porque es inexplicable, es inenarrable y hermoso a la vez. 

Eduardo Halfon (Guatemala). Estudió Ingeniería industrial antes de ejercer como docente de literatura en Guatemala. En 2007 fue elegido en el Hay Festival como uno de los 39 escritores latinoamericanos menores de 39 años con mayor calidad literaria. Su obra está compuesta por los libros El boxeador polaco, Mañana nunca lo hablamos, Monasterio, Duelo, Signor Hoffman, Biblioteca bizarra y Canción, entre otros.

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