En el metaarchipiélago caribeño, que con justicia definió Antonio Benítez Rojo1, hay una carencia que se suma a los destrozos de los huracanes, terremotos, pobrezas y sucesivos intentos de colonización: la dispersión de nuestras letras. Este es un mal que ciertamente no nos impide alimentarnos y sobrevivir; sin embargo, nos roba momentos de gracia y reflexión, necesarios para hacer de la sobrevida un lugar más cálido y habitable. Apenas encontramos las maneras más eficaces de acercarnos los unos a los otros. Nos adentramos por caminos recortados. Descubrimos trillos que no se sabe con seguridad a dónde conducen porque, en el Caribe, la presencia de lenguas diversas nos enriquece, pero también nos invalida. La existencia de microespacios caracterizados por migraciones, fenómenos nacionales y una historia común pero no semejante, hace que se complejicen los eventos sociológicos y, con ello, los artísticos y literarios.

Diferentes universos antillanos han encontrado acogida en no pocos estudios de investigadores y ensayistas de Latinoamérica. Importantes instituciones académicas y literarias generan y auspician múltiples acercamientos. Es posible asistir a encuentros durante las jornadas del Premio Casa de las Américas, en Cuba, por ejemplo, a las semanas de autor, o compartir con narradores, poetas y pintores en distintos lugares del orbe. Se puede acudir a festivales del Caribe y la circulación de libros o memorias de eventos, etcétera, tienen cierta continuidad en caminos editoriales latinoamericanos amparados por valiosas traducciones de textos cuya lengua de origen es el inglés, francés, portugués o creole. Estos sucesos, acompañados de espacios en ferias de libros de nuestra región, han marcado pautas y permitido el desarrollo de disímiles proyectos. Pero no bastan, no alcanzan. Aún nos asiste un vacío en la posibilidad de conocimiento de nuestros contemporáneos, en la urgencia de saber qué rumbo lleva la palabra cuya vecindad nos llena de genuina y alegre agitación. 

En muchos territorios de habla hispana —del área caribeña, incluso—, ignoramos una buena parte de la nómina de mujeres negras protagonistas de novelas del llamado “Caribe francófono”, y apenas conocemos a las narradoras afrocaribeñas que las han convertido en ejes esenciales de su universo romanesco. Muy pocas de entre ellas pueden ser leídas en español porque escasas han sido las aproximaciones a sus literaturas plenas de identidades en tránsito, signadas por la antigua economía de plantación y la presencia africana, y definitivamente determinada por la diáspora y la oralidad. 

Los personajes femeninos de las narrativas de guadalupeñas como Simone Schwarz-Bart, Gerty Dambury y Gisèle Pineau, así como de las haitianas Évelyne Trouillot, Emmelie Prophéte, Kettly Mars y Yanick Lahens, a la par que los presentes en la obra de Fabienne Kanor (francesa, de padres caribeños) y de Suzanne Dracius (Martinica), entre muchas otras, se afianzan —en no pocos casos— en la diversidad de roles dinamitados por la mujer caribeña, en las maneras en que reconstruyen sus países y en la posibilidad de su inserción en los discursos oficiales.

La vida en el exilio, condenada a la discriminación y al avasallamiento del creole, por una parte, y comprometida por otra con el rescate del país de origen, muestra, desde muchas de estas páginas, cómo la literatura de la región escrita por mujeres persiste en el intento de construir una identidad marcada por el reconocimiento y aceptación de la impronta africana y la huella de la esclavitud. Muchas de las “heroínas” de las novelas afrocaribeñas francófonas y sus representaciones, la importancia de la educación y la necesidad de trascenderla llevando a cabo acciones colectivas, la participación de las mujeres en esenciales ejercicios ciudadanos y en proyectos nacionales han sido negadas, acalladas o, como mínimo, aún esperan por sólidos análisis transnacionales. 

Las ficciones y autoficciones, las confesiones íntimas, su supuesta pasividad ideológica y el tránsito que va desde ella hasta los cuestionamientos a la política, la religión y la sociedad; así como la relación entre el drama individual y la Historia, están presentes en importantes textos de estas escritoras que muestran los modos en que las mujeres caribeñas han intentado reescribir sus existencias, así como las maneras en que viven la solidaridad entre subalternas o el descrédito padecido al ser demonizadas por sus actitudes rebeldes o su carácter transgresor.

Hay un grupo de voces que precisan ser escuchadas como ineludible devoir de memoire2. Corresponde a los Estados, y a sus lectores y lectoras, apoyar esa noción de compromiso con cardinales procesos caribeños, agónicos tal vez, pero, sobre todo, fundadores.

El Caribe, más que precisión geográfica, es un espacio cultural donde coexisten áreas continentales junto a “islas dolorosas del mar”3 (confrontar con Nuestra América, de José Martí). Esa metáfora fundamental, unida al concepto de “isla que se repite” de Benítez Rojo4 y al pensamiento “archipiélico” y de las islas como aberturas de Glissant5 (Philosophie de la Relation: Poésie en étendue, y El discurso antillano), relata, grosso modo, la historia de una región que también va encontrando derroteros en los estudios sobre la Historia atlántica. 

Los contornos, todavía imprecisos para quienes necesitan definiciones exactas, hacen que significado, significante y simbología se muevan aún en un discurso de (re)identificación y (re)definiciones. Por ello, es menester estudiar las literaturas de estos países y la de sus diásporas. Llegar a conocer por qué, por ejemplo, Gisèle Pineau, pese a haber nacido en Francia, se autorreconoce como una escritora caribeña. O cuáles han sido las coordenadas sociales y literarias de creadoras que, como Gerty Dambury, habiendo estudiado en la otrora metrópolis y trabajando allí, buscan la forma de regresar cada cierto intervalo de tiempo a su isla natal. O como Suzanne Dracius, caribeña, profesora de lenguas clásicas, quien, habiéndose instruido en Francia, regresó a ejercer en Martinica aseverando a viva voz que en ella hay “cuatro continentes y medio”6, sin olvidar a Yanick Lahens, graduada de La Sorbona, que vive, trabaja y crea en Haití, entre tantos otros ejemplos. 

Es vital contrarrestar la política de distanciamiento e incomunicación a partir del fomento de traducciones de estas y otras autoras, a través del estudio de sus personajes y de los testimonios que entremezclan vida, obra, historia, política, arte y sociedad. Si la colonización y las sucesivas neocolonizaciones han separado nuestros espacios a través de diversos mecanismos —la lengua entre ellos—, urge que las diferencias idiomáticas dejen ya de ser excusa que impida el conocimiento de estas poéticas que sitúan a un mismo nivel las luchas, la memoria, la creación y un cotidiano que refleja el Caribe vivido en sus regiones de procedencias, a la vez que un Caribe imaginado y deseado.

En las obras de estas creadoras aludidas —y, repito, en muchas otras— son observables tanto valores de supervivencia como de autoexpresión, marcas de vida real junto con situaciones encarnadas en personajes. Temáticas como la identidad racial, la emigración, las fronteras, el racismo y el cuerpo de la mujer negra quedan explicitadas en sus textos y, a partir de ahí, no es difícil descubrir lo relacional en toda nuestra amplia área geográfica. El lugar de África y la cultura afrodescendiente, la oralidad, las lenguas creoles y las religiones conforman un discurso interconectado en sus partes y conformador de diferentes rutas donde el tan llevado y traído concepto de “identidad” suelta amarras y se convierte en trayectos —jamás en camino único— que, sumando interpretaciones parciales y develando subjetividades desde diversas interseccionalidades, evidencian un Caribe generador de conocimientos y de una historia otra. Un Caribe y una literatura que nos urge conocer más a fondo, hoy y ahora. Editoriales, academias, instituciones y revistas literarias deberían implicarse en esta necesaria, imperiosa y hermosa labor.

Notas

1 Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna. Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico, 2010.

2 La noción de deber de memoria, aparecida en Francia a inicios de los años noventa del siglo XX, designa el deber moral de los Estados de conservar el recuerdo de sufrimientos vividos por ciertas categorías de la población. El deber de memoria consiste, en primera instancia, en reconocer la realidad del estatus de víctima y persecución padecidos por dichas poblaciones. Por razones éticas, por responder a necesidades históricas y porque ese reconocimiento resulta esencial en la reconstrucción de los individuos y las sociedades después de las crisis, se hace imprescindible esta permanente rememoración.

3 Cfr. José Martí: Nuestra América. Edición crítica, investigación y presentación de notas de Cintio Vitier. Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2012. Pág. 26. 

4 Benítez Rojo, Antonio. Op. cit.

5 Glissant, Éduard. Philosophie de la Relation: Poésie en étendue. Gallimard, Paris, 2009, y El discurso antillano. Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2010.

6 Es parte de la entrevista “Tengo en mí cuatro continentes y medio” que le realicé a Suzanne Dracius y que apareció en Grifas (Afrocaribeñas al habla), del Fondo Editorial Casa de las Américas, en 2020.

Laura Ruiz Montes (Cuba). Poeta, editora y autora de una reconocida obra lírica que, a través de un fluido y diáfano discurso, aborda realidades, preocupaciones y esperanzas del hombre contemporáneo. Ha escrito también obras de teatro, narrativa para niños y crítica de arte. Durante más de dos décadas ha desarrollado, igualmente, una amplia labor editorial.

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