Miércoles, 14 de julio. De noche.

Paró de llover, por suerte. Eso no significa que podamos salir a respirar el aire frío del invierno, parados en la tierra, sintiéndola verdaderamente como a una madre o una hermana. El asfalto fue creado con la solitaria intención de alejar a la humanidad del barro. Pero aquí el barro es parte de nuestras vidas. Cuando la gata sale y se ensucia las patas no duda después en subirse a la cama, donde duerme, como si supiera que la realidad de la tela no se envilece por las manchas. Entonces, los sueños huelen a barro. Esto no es malo, es natural. Hoy, de madrugada, maullará para salir. Es la única forma que tiene disponible para cumplir su voluntad. Su vida es simple. Admiro las maneras en que atraviesa los planos temporales. Hará lo posible por salir a cazar ratones. Me despertará para que le abra la ventana del baño. Así ella podrá salir a remojar los instintos. Así es su vida. Dormir, comer, asearse, cazar. Y es feliz. Yo también. Tengo libros, vivo enamorado y escribo. No necesito nada más. Mañana vendrán Márgara y Tomás. No pueden otro día. Tiene que ser mañana. Espero que el barro les fastidie. 

Viernes, 16 de julio.

Me levanté temprano, a las cuatro, para preparar el pan que desayunarían Márgara y Tomás. El pan es un misterio inconcluso. Toma siglos aprender que nunca podremos aprender a hacerlo correctamente cada vez que intentamos lograr la masa. La receta que uso excluye toda conexión con las manos, por lo tanto, la receta es una gloria equivocada. No me arrepiento de esta acusación. Sin embargo, en sus proporciones de equilibrio, la receta permite la obtención de un pan pleno en su palabra de conjuro anciano. Donde la receta dice máquina yo uso el cuerpo. Me ensucio la ropa de harina. Me permito sentir las manos pegajosas. Y sonrío. El pan es un organismo extraño. Digo organismo porque habla. Como la alquimia, es un ser vivo. Usé agua, harina, levadura, azúcar, sal, aceite y tiempo. A las cuatro y cincuenta ya tenía la masa lista, reposando en un recipiente engrasado con manteca. Una hora y media después la masa había triplicado su tamaño. Ver cómo se desinfla en el golpe del segundo amasado es un momento de crisis y esperanza. Parece que la masa ha retrocedido en el tiempo. Pero no. La segunda elevación es más potente. Pasó otra hora. Afuera todo dormía porque en invierno el amanecer tarda en deslumbrar. Encendí el horno. Media hora después la casa se llenó del dulzor universal del pan casero. Sé que lejos, quizá en Ciudad de Guatemala o en Caracas, cientos de personas disfrutaron del olor de mi pan recién sacado del horno. El primer rayo de sol apareció de pronto sobre la mesada de la cocina, como si hubiera surgido de la hogaza. Márgara y Tomás llegaron a las nueve y media. No comieron. Ya habían desayunado en McDonald’s. 

Viernes, 16 de julio. De noche.

Las invitaciones autoagendadas son el tipo más cruel de invasión. Son dolorosas e inevitables y toman por sorpresa cualquier tipo de calma y la exterminan. Esto sucede, sobre todo, cuando los invasores son seres insufribles. No quiero mal interpretarme. Hasta hoy pensaba que eran bienvenidos en nuestra casa. Sin embargo, sus actitudes de tábanos enloquecidos son, después de una hora, intolerables. Se fueron hace poco, a las diez de la noche. Fueron casi doce horas de críticas dedicadas, de miradas condenadoras, de arrepentimientos en la boca de mi estómago. Hace varias semanas que Márgara me escribió porque quería hacer dos cosas: conocer el campo —al que no se había atrevido a venir desde que me mudé, hace años— y presentarnos a Tomás, su nuevo acompañante. Márgara es un animal de ciudad y por eso cree que puede permitirse romperlo todo: criticó el barro, criticó la falta de techo en el jardín, criticó la mesa de plástico, criticó que yo haya escogido semejante mesa de plástico, criticó la suciedad de los perros, criticó el color de la casa, el tamaño de la casa, la cantidad de quemadores de la cocina, insuficientes, a su parecer, para una familia de bien. Lo peor de todo es que no quiso probar el pan, ya durante el almuerzo, porque “otra inyección de harina es inadmisible”. Tampoco permitió que Tomás lo probara. Le golpeó la mano para que lo tirara de nuevo en la canasta. Él, en cambio, se presentó callado al principio, tímido, casi fuera de sí, como si sus pensamientos se desterraran lo más lejos posible de Márgara. Luego, bajo la amenaza mortal de ciertas miradas de mi conocida, criticó la distancia que tuvieron que recorrer desde Montevideo para visitarme, criticó que al almuerzo le faltaran especias de calidad, criticó que las cuatro sillas de la mesa no fueran iguales, criticó todo lo que a Márgara le faltó por criticar, como si se hubieran puesto de acuerdo de antemano. No sé cómo pasamos el resto del día junto a ellos. Supongo que mi mente se quedó contemplando el horizonte mientras mi cuerpo se ahogaba en el veneno. Trabajé en intervalos cortos, robándole tiempo a la empresa que me dio su confianza. Cuando se subieron al auto para irse, Márgara pisó porquerías de perro. Culpó a Tomás por no avisarle. La noche, sí, que todo lo nubla, actuó como era debido. En el campo, no hay luces artificiales que nos iluminen los pasos. Ese es el secreto. Actuamos sin velocidad en una ceguera brillante. Mientras se alejaban por el camino, hacia la ruta, escuchamos los ecos del rezongo magistral que Márgara gritaba dentro de la cabina del auto. Espero que no se inviten nunca más. 

Domingo, 18 de julio.

Es terrible saber, con una anticipación radical, qué sucederá durante ocho horas los siguientes cinco días de la semana: una pantalla encendida y un teclado golpeado tecla a tecla sin amor alguno, eso. Y esto: pólizas de seguros, informes de catástrofes, choques de autos, números de grandes bocas abiertas y colmillos violentos. Paso el día deshaciéndome de mi cuerpo, convirtiéndome en un corazón artificial. Todos me dicen que ahí está la gloria, Márgara incluida. Que aguante. Porque el trabajo dignifica. Porque dignifica el sueldo. Porque dignifica contribuir a la sociedad, pagar impuestos es de treintañeros dignos. Pero están equivocados. Dignifica el ladrido del perro y los pantalones sucios de tierra libre. Me pregunto si Marcelo, mi jefe, habrá conocido alguna vez la felicidad. No creo. Quien busca la felicidad procura el movimiento y él lleva veinte años haciendo lo mismo todos los días. Lo mismo. Vive a una cuadra de la oficina. Eso significa que, además de ser un esclavo del cronograma del monstruo, es un esclavo de sus intenciones expansivas. Porque si una computadora se apaga de pronto él debe salir de su apartamento, con el frío que hace, además, caminar una cuadra, subir el ascensor y encender la computadora que ha detenido su funcionamiento. Esto es lo más terrorífico. Que la oficina no debe parar porque si para, dice él, algo le sucederá a la estabilidad del mundo de los seguros. Por suerte soy el que vive más lejos de la oficina. Su onda destructiva no llegará jamás hasta mi casa. Afuera, un perro ladra. Los míos duermen. Yo debería dormir. ¿Será que vale la pena esta alcancía de sueño? ¿Para qué?

Jueves, 22 de julio.

Debo salir de la casa a respirar.

Miércoles, 28 de julio.

A las cinco y media vendrá Facundo, el tambero, para mostrarnos algunos caballos que tienen la edad suficiente para montar. Tendremos que ir hasta su campo y mirarlos. De allí podremos escoger el que más nos guste. Tendremos que llenar, día tras día, la vasija de sus necesidades. Que son muchas. Nos pagarán poco, pero no importa. Sucederá. Siento que algo se aproxima. Es agradable la sensación de un cambio. Espero que haya un caballo negro. Me gustaría tener un potro negro para cuidar. Porque en la noche nadie podrá encontrarlo. 

Miércoles, 28 de julio. Después de la cena.

Se llama Bolton. Tiene crin rubia, cuerpo amarronado con manchas blancas, cola amplia sin recorte. Relincha sorpresivamente agudo. Nació en Estados Unidos, pero el dueño del tambo, Elías, lo compró para pastar. Le pusimos una capa para cuidarlo del frío. Vienen heladas. Los perros, al principio, sintieron temor. Le ladraron con ira. Bolton los miró, consciente de que había encontrado un hogar entre ellos, aunque no supieran, en su ataque, de esta resolución. Después de los ladridos los perros se acercaron y lo olfatearon con minuciosidad. La gata, que no se pierde ningún evento, salió para observar qué sucedía. Qué parecidos son a nosotros los perros, los gatos y los caballos. La gata no maulló, no dijo nada. Ahora duerme encima del libro que me había propuesto comenzar a leer. Tendré que leer otro, no importa. Cuido de un caballo.

Jan Queretz (Venezuela). Es escritor. Cursó estudios de filosofía en Caracas. De 2012 a 2017 fue profesor de literatura. Escribe la columna “Literatura Viva” en The Wynwood Times. Escribió la novela Nuestra tierra tan pobre. Fue seleccionado para formar parte de la antología poética Artesanía de la piel de la revista española Altavoz Cultural. En 2020 fue finalista del tercer premio con la crónica literaria “Lo mejor de nosotros” en Venezuela. Ha colaborado con revistas de México y España. Dirige la revista Casapaís.

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