Lunes 23 de marzo de 2020

Ante los rumores de desabastecimiento, saco de una caja las latas que había guardado mi exmarido. Él almacenaba cosas, era prepper. Nos llenaba de comida que solo consumiría él. Tengo ocho latas de garbanzos, dos jardineras, cuatro de lentejas, siete paquetes de arroz, un paquete de harina, dos polentas.

Todo está vencido entre 2013 y 2015. Googleo. Hablan de botulismo. Tengo que decidir de qué voy a morir, buscar los síntomas. Decidir si me conviene dejar de comer, dejar de respirar o esperar la parálisis. Y, por supuesto, documentar todo.

A veces comienzo a delirar e imagino que todas las series, películas, libros, todas las canciones, los cuadros, todos los relatos y anécdotas, todo aquello que solíamos hacer, tocar, besar, apretarnos, respirarnos encima hasta hace tres meses, ya se volvió parte de un pasado que no volverá.

Vamos a adoptar los barbijos, el choque de codo, el mate individual. La distancia de los cuerpos, el oído aguzado a la tos. Sentirnos seguros solo en un ámbito muy doméstico, en un núcleo muy cerrado. Y hasta ahí. Porque si el otro salió al mundo, se tomó un subte o respiró el mismo aire que los extraños, nos va a resultar un poco amenazante.

Miércoles 25 de marzo 

Mi compañero fue el tributo designado para salir a cazar el alimento. Hace dos días venimos elaborando una lista, repasando laboriosamente cada ítem, como asunto de Estado. Pusimos el despertador bien temprano, desayunamos en mates separados porque tiene tos. Él preguntó si por no haber dormido casi nada podía tener las defensas más bajas. Sé que no duerme casi nada porque está asustado, pero ambos omitimos ese detalle, porque asumir el miedo es declararse mortal. Por supuesto que ofrecí ser yo el cordero sacrificial, aunque internamente rogaba que no me lo pidiera. No puedo salir, ni tampoco quiero. ¿Le digo o no le digo que el virus es más poderoso metiéndose en los huecos cavernosos de los hombres con sangre tipo A, como él? Merece saber que si muere es para salvarme a mí, que soy madre. Tengo una prerrogativa.

Esta mañana, con mi compañero, discutimos por un montón de giladas por las cuales jamás discutiríamos en circunstancias normales. No son circunstancias normales. Existe un miedo totalmente nuevo, recién nacido. Alumbrado en entrañas lejanas que no disparan certezas. Discutimos porque estamos vivos hoy y nos convencemos, basándonos en las noticias que se adapten a nuestra necesidad de esperanza, de que seguiremos con vida mañana.

Sale.

Para mí, es como un apagón su desaparición.

Vuelve.

La librería que armó en mi garaje, cuando se mudó conmigo, está desmantelada. Es la zona de exclusión donde lo recibo con un aerosol elaborado según tutoriales. No sabemos seguir ningún protocolo, la información es confusa. Se desnuda en el garage. Apenas nos miramos a los ojos.

Una sola cosa es material: le tenemos miedo a la comida. Y eso se suma a la lista de miedos que, como la lista de las compras, se va actualizando cada día. Tachamos un miedo para agregar el que le sigue. Porque de este miedo ya tenemos, de este nos estamos por quedar sin, aquel otro puede que nos venga bien más adelante.

Sábado 28 de marzo 

¿Qué pasa con la gente como yo, que se acuerda de que tiene cara, nariz, boca, ojos y se mete los dedos y piensa que esos dedos estuvieron en el cajero automático y que no recuerda si se lavó las manos como dicen los tutoriales, quienes imaginamos un futuro con autos voladores y androides inteligentes y solo tenemos redes, fake news y tutoriales para hacer un barbijo con un pedazo de papel higiénico usado?

Pienso y googleo sobre la carga viral. Si hay forma de que yo misma me siga transmitiendo una carga viral más grande por el solo hecho de estornudar sobre las sábanas o la pata de pollo.

No se sabe.

Así que debemos vivir en la incertidumbre de que tal vez nos estén mintiendo, sea para el pánico o su mitigación.

No hay forma de sobrevivir a la información. La posverdad es un cáncer haciendo metástasis y que rebalsa las barreras de nuestro cuerpo cuando ya no le queda nada por contaminar.

Martes 31 de marzo 

Hace un mes la médica me había dicho que estaba todo bien, pero no había puesto un solo dedo en mí. Me consta que no leyó el análisis de sangre.

Yo lo leí, de aburrida nomás.

Resulta que tengo anemia.

Notoria anemia, un 55% de índice de color en los glóbulos rojos, cuando lo mínimo normal es 90%. Los hematíes tampoco lucen bien. Yo no voy a morir. Muere gente más heroica y menos pelotuda. Es una forma de mentirme, porque me voy a morir, como los héroes o los pelotudos, y, de la misma manera, me volveré insignificante. Hace un tiempo, cuando no tenía un hijo y obligaciones de señora, tenía la fantasía de que, si muriera, era probable que los vecinos se enterasen dos semanas más tarde, por el olor a podrido o el maullido desesperanzado del gato. Seguro iban a extrañarme en las redes sociales, preguntar por mí, alegar que me estaba tomando un descanso, que me robaron el celular, que me fui de vacaciones a una zona inhóspita. Luego, dejarían de preguntar. Ahora sé que, si me muero, mi compañero se va a enterar más o menos rápido. No digo al instante, porque la casa es grande y tratamos de conservar los espacios y la salud mental. 

Quiero seguir escribiendo, pero me carcome una pregunta: ¿los gatos se comen a sus dueños? Googleo. “TU GATO TE COMERÍA SI NO FUERA POR EL HECHO DE QUE ERES MÁS GRANDE QUE ÉL”, dijo un usuario de Twitter. “Si de repente te mueres en el piso de tu cocina, tu gato acabaría comiéndote. Si no fueran esponjosos, los cazaríamos por deporte”, dijo otro.

Es probable. Mi gato me odia. Me clava los ojos amarillos mientras estoy sentada meando. Si no fuera más grande que él, estaría perdida.

–Tu gato te ama –dice mi compañero que está leyendo sobre mi hombro. Porque aquí, a pesar de que la casa es grande, hay momentos en donde todo se ha vuelto público. 

Miércoles 15 de abril

Hace casi un mes que no salgo a la calle. Apenas salí a la vereda para colgar el pañuelo blanco el 24 de marzo.

Nunca salí para descolgarlo.

El movimiento se ha vuelto más o menos normal, aunque no me consta. Apenas lo detecto por el sonido. No quiero salir. Encontré plenitud en el confinamiento. El “cautiverio”, como le dice mi compañero, es una superficie blanda y calentita. Mi zona de confort.

De alguna forma, como todos los contactos de redes sociales son infectólogos o conspiracionistas, al parecer todos los escritores somos cronistas de una época. Se nos pide nuestra opinión, nuestra pluma; se nos exige que seamos productivos, poéticos y capaces de reflexionar sobre el encierro. Me siento una estúpida intentando calzarme el sayo de ese rol. Mis reflexiones calzan en un posteo de Facebook. 

Martes 21 de abril

Algunos contactos de Facebook me odian porque hago humor con la pandemia. Al parecer, bromear y tener miedo son dos emociones incompatibles. Si hago chistes es porque soy inmortal, porque bromeo a costa de todos ustedes, de ustedes que se van a morir. Mañana, probablemente. O ya están muertos y no lo saben.

Alguien que no conozco más que por Facebook me acusa de haber perdido contacto con la realidad. Escribe un texto larguísimo en un comentario a un posteo lúdico que publiqué, uno de esos del estilo “¿Qué clase de baldosa eres?” y me vapulea. Debería llamarme a silencio, me dice. Que yo tengo el privilegio de quedar encerrada, me enrostra. Que ella debe enfrentarse a la muerte cada día para pasear a su caniche, me jaquea.

Le contesto en público, porque así se desarrollan los duelos en el 2020. Le cuento todos los datos trágicos de mi vida, para ablandarle el corazón. Algunos los exagero un poco, pero son verídicos. Padres muertos de chica, hermano psiquiátrico, momentos de soledad profunda, hambre, frío. Muy Dostoievski. Porque si no me dejás hacer humor, me vuelvo rusa.

Me voy a dormir sintiéndome una mierda.

Hago chistes porque, creo, aleja a la muerte.

Mido el tiempo a través de los doce días que me separan de mi hijo.

Me obligo a saber qué día es.

PUBLICACIONES SIMILARES