16 de marzo

Hace unos días que se estableció la pandemia. Al día de hoy hay 65 infectados. Antes de eso, pasé por todos los estados de negación que tenía disponibles: la conspiración de los medios, el capitalismo controlador, la estrategia de Estados Unidos para sacar a China del medio y el alcance real del virus. Tanto tiempo de mentiras y engaños por parte de los medios provocaron que nada me resultara cierto. Compartí en las redes notas de filósofos que argumentaban una posible domesticación de las masas, una suerte de control parapolicial que finalmente sucedió. Me pregunto que estarán pensando ahora que es definitivo, ahora que es imposible que ningún líder tenga ganas de que la economía de su país se desintegre por la inactividad en todo su espectro, manteniendo a su población en una cuarentena, con un shut down de la productividad en todas sus formas y un desborde de los sistemas de salud. Porque ese es el miedo más profundo y aterrador. Enfermarse y que no haya un lugar a donde atenderse, donde atender a la gente que quiero. 

Se suspendieron las clases hasta fin de mes. El gobierno nos informa todos los días acerca de cada decisión que toman, porque estamos en una etapa de contención, y nos pidieron a los demás aislamiento voluntario, por lo que yo tuve que ir a trabajar, como todos los días. Tomé un taxi por el miedo a compartir el aire con otros en el colectivo. Los pasamanos, el plástico del asiento, el miedo constante, paralizador y adictivo. Dejar de mirar las noticias, de estar conectada en las redes sociales, en estos días resulta imposible. La sensación más extraña es la de pensar que todos podemos ser un enemigo potencial, un portador de un sistema que nos envenena. Un segundo después, aparece, desde abajo, otro pensamiento más aterrador y lateral: yo misma puedo ser una portadora del virus. Entonces, no me acerco a nadie, y si me tengo que subir a un ascensor espero a que esté vacío. Cuando por fin llegué a la oficina ya había dos compañeras. Una está embarazada y se toma la pandemia a risa. Me pregunto si estaré exagerando. 

17 de marzo

Hoy a la mañana subí a un colectivo para ir a trabajar. Todos parecíamos un peligro compartido. Si un asiento individual se desocupaba, alguien lo ocupaba de inmediato, porque nadie quería sentarse cerca. Llegué al trabajo y tuvimos reunión. A mitad de la tarde fui a terapia, con los dos metros de distancia que se recomiendan. Me pidió paciencia, me pidió que aguantara, que todos sus pacientes estaban igual, enojados o depresivos. Llamó a un médico amigo y le preguntó si soy grupo de riesgo, le dijo que sí. No quería esa respuesta. El día siguió y se cerraron casi todos los puestos de la oficina, solo quedaron dos de guardia. Yo tuve suerte, no me puedo quejar. Ahora llegué a mi casa, dejé las zapatillas en el balcón, puse la ropa a lavar y me abrí un vino. Creo que estoy un poco borracha, pero prefiero que así sea. Necesito anestesiarme un poco. La casa, que es mi departamento de dos ambientes, se llenó de polillas. 

18 de marzo

Me desperté a las cuatro de la mañana en el sofá y me pasé a la cama, pero antes me lavé las manos, dormida, con las gatas serpenteándome las piernas. Me desvelé hasta las cinco o seis, no sé muy bien. Cuando me desperté a las ocho no había ni cable ni internet. Me enteré por Twitter que se sumaron catorce nuevos casos, pero a esta altura sospechamos que hay muchos más porque el Malbrán no da abasto con los resultados. 

Me mantengo en una etapa de zozobra, no logro incorporar del todo el aislamiento, lo que realmente pasa. Me preguntaba, en mi desvelo, cómo a través de la desesperación pedimos lo que antes rechazábamos con un énfasis moral impoluto: cerrar las fronteras, expulsar a los extranjeros, denunciar a los rebeldes, volvernos policías de nuestro espacio personal y dejar lo colectivo, soltar nuestros derechos básicos, poner todas las esperanzas en un gobierno, esperar como cachorros una caricia en la cabeza y un mísero hueso que alumbre una esperanza de recuperar lo perdido, que francamente, al día de hoy, que recién empezamos, es un montón.  

19 de marzo 

No pude escribir nada acá. Decretaron la cuarentena nacional obligatoria. Solo se puede salir para comprar comida o ir a la farmacia. 

21 de marzo

Hoy fue un día malo. Van cinco de cuarentena, de pasar lavandina por todas las superficies, de mirar a los patrulleros desde el balcón, de escuchar a los helicópteros y a los aplausos para el personal médico. Dejé de ver noticias para tener una mejor higiene mental, silencié algunos grupos, cambié los muebles de lugar, hice pan, una torta de manzana, listas de tareas, series, libros y hasta clases de gimnasia por YouTube. Una superproducción de tiempo exagerada. 

24 de marzo

Alguien me dijo hoy que nos esperan veinte años de mala literatura. Me reí. Pensé en este diario, para qué mentir. 

Por estos días la vida pasa en los balcones, que se volvieron los únicos lugares de libertad para los que tenemos la suerte de contar con uno. El clima todavía es placentero y puedo tomarme el permiso para salir a respirar y ver qué pasa en una calle detenida, en pausa, en stop motion. Ver quién se atreve a salir a comprar, si lo hace solo, acompañado o con guantes y barbijo. 

29 de marzo

Ya hay confirmados 745 casos, duermo muy mal a la noche y me despierto de mal humor. 

Los días son repetitivos y los horarios, laxos.

Los balcones perdieron su tridimensionalidad hace pocos días y la vida pasó a un estado plano, todo ocupa el mismo lugar que en una foto, o un cuadro. No sé cuándo sucedió, tal vez cuando la costumbre de bajar a comprar era algo normal. ¿Será por acumulación, por hecho fáctico, por el tacto del espacio, la interacción medular que se arraiga en lo social y que se nos dice que no podemos tener? Veo, cada mañana, cómo una mujer con guantes de látex azules y barbijo rojo hace la fila en la pollería de la esquina. Tiene un changuito agarrado con fuerza y mira hacia donde estoy. Me ve y baja la vista. La cuarentena es también dejar de mirarse a los ojos. 

30 de marzo

820 infectados. Un hombre sin enfermedades preexistentes murió. Esa noticia me dejó mal todo el día. Tengo su edad y enfermedades prexistentes. Ayer conviví con el miedo. Será por eso que no paré de limpiar. Pasé lavandina por los pisos, las manijas, cada frasco de esmalte. Ayer el presidente extendió la cuarentena hasta Semana Santa. Fue un día intenso. Salí después de algunos días a reponer cosas. Mientras esperaba en la fila de la farmacia a un tipo le dio un ataque de pánico. Es increíble cómo de solo nombrarlo el corazón se acelera. Ataque de pánico. Falta de aire, hormigueo en las manos. Son tan confusos los síntomas. ¿Y si en realidad no lo fuera? El hombre estaba con su mujer adentro del auto. Yo estaría cuarta o quinta en la fila y delante de mí tenía a un hombre mayor, con guantes de látex. Desde donde estaba, veía a una señora explicarnos todo. Nos decía, con ademanes precisos y exagerados, que el hombre se estaba quedando sin aire. Sé muy bien que cuando eso pasa lo que menos se quiere es que se acerquen extraños, así que me quedé en mi lugar, un poco por no molestar y otro poco porque cuando me movía. El señor de adelante se alejaba, como cuando el agua mueve las cosas en diferentes lugares con el mismo movimiento. La señora se daba vuelta, miraba hacia el auto y gritaba: respirá, respirá. 

6 de abril, pasadas las 00:00 

Llevo muchos días sin salir de casa. Los caminos del living están insertados de cosas como un tetris. Taquicardia mediante, me puse tantas rutinas durante el día que me cuesta pensar en cómo voy a reinsertarme en mi cotidianeidad anterior al covid. Por la mañana, desayuno y veo las únicas noticias del día, que son las del ministerio de salud: 1554 infectados y 48 muertos. Las cifras internacionales son mucho mayores, pero se supone que en nuestro país la curva máxima llegará a fines de abril, principios de mayo. Es una gran pesadilla que no se tiene certeza si quedará en lo onírico de un mal sueño o si juntaremos muertos en las calles. Ya no se escuchan helicópteros ni pasan patrulleros. El control policial se ablandó y veo personas caminando de a pares sin que nadie les diga nada. La cuarentena se va a flexibilizar y creo que voy a volver a trabajar la semana que viene, depende de mis jefes. 

El aislamiento me encuentra. Me llevo cada vez mejor con el silencio y, lentamente, o no tanto, me desconecto de los demás.

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