“Vivimos un instante; y, en seguida, la tierra ya no nos conoce más. Lo que importa es colmarlo de intensidad”.
Walter Pater

Hay neblina, así que estoy justificado. Un pájaro sobrevuela la zona, chapotea en la superficie del río y sigue; pero todo, por desgracia, todo, por suerte, ya se escribió; ya crecieron árboles rociados de sangre vencida; ya cayeron imperios y otros pájaros. 

El río no es el mismo y acá estamos. La neblina me justifica. No hay por qué forzar lo que aguarde, canalla, detrás de los ojos. 

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Hay una imagen que resiste y vuelve; la lógica pendular de los tatuajes de la experiencia. Es un tipo en una moto. Hace instantes nomás esquivó mi pelota con un movimiento que puso a todos en peligro. Es la puerta de mi casa. Yo tendré doce, trece años. El pegote que me gana el pecho y la espalda me avisa que el frío ya entró en la fase en que puede joder los bronquios. Bronquios, el péndulo vuelve y roza algo. La infancia está hecha de cuatro o cinco cosas. Bronquios es una de ellas. Ahora narro, busco el aire que por aquellos años me faltaba. Bronquios. Hay un roce. Broncoespasmo. Lo de su hijo es propio del estrés, señora. Lo de su hijo, quizás, sea por estrés, señor. Narro el devenir, pongo a prueba la elasticidad de lo que fue y vuelve a ser. El tipo nos pone a todos en peligro. Yo estoy lejos, pero es mi pelota y es la puerta de mi casa. Es llamativo, pero esta vez no me inquieto. Al menos no me inquieto mucho. O sí, pero lo cierto es que permanezco donde estoy, con la mirada como anclada a la espalda y los pelos largos del tipo. Ya cruzó la esquina. Encara un tramo en el que deberá aminorar la velocidad si no quiere ver las gomas destartalarse con los pozos. Tendré doce, trece años, y a todo lo referido al andar de un vehículo lo llamo gomas. Las gomas también necesitan del aire. Y sufren los pozos. ¿Alguien piensa en ellas? 

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El mes pasado falleció mi abuelo. El último tiempo fue una mierda, pero lo cierto es que el viejo estaba cansado de vivir incluso antes de detectado el cáncer. 

Yo se lo dije a mis viejos. El abuelo está cansado, no quiere vivir más. La está peleando, me respondieron. Pero no, les insistí, no por el cáncer, ya de antes viene esto. Me sacaron cagando. 

Lo que pasa es que ellos no fueron a pescar esa última vez con él. Sacó tres corvinas y no les dijo nada, ni mú. Nada, las sacaba y no largaba palabra. ¿Vos sabés lo que era el viejo antes? No sé si lo hacía para lavar culpas o qué, pero cada vez que sacaba algo, así sea una mojarra de mierda, les charlaba. Las agarraba con tanta delicadeza que hasta parecía querer acariciarlas. Ni a mi abuela la trataba así.

Hay que pensar bien antes de dar una definición de amor.

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Si hay algo de lo que se puede arrogar la muerte es de la facultad fascinante de otorgar nuevos sentidos donde todo parecía estar ya más o menos en remanso. La agonía se había prolongado tanto que nos había hecho creer que estábamos preparados para asimilar. 

La tarde anterior a irse, el abuelo me pidió que me acercara hasta la cama y, despejando el suero que le caía por la cara con un soplido, largó: “A veces, un poco menos no está tan mal”. Y me guiñó el ojo.

No lo entendí. 

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Por fin me siento. Son las once y cuarto de la noche. A mi lado, una foto impresa. Es Evita. Está rodeada de cuatro o cinco pibes. Todos sonríen menos el más cercano a la cámara, que mira fijo al lente y muestra una gestualidad cálida pero como en suspenso, a medio hacer. Lo que está y no se usa, quizás, termine por fulminarnos. Solo quizás. 

Una foto. Una burla: al espacio, al tiempo, a nosotros. Se eleva, te apunta y te inscribe, aunque fugaz, en un doble registro, el de la vida que muere y el de esa otra que nace. Flash, boom, fulgor que ciega, de nuevo lo blanco y un chico que estaba cerca y que vio: algo. 

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Una vez le pregunté a mi abuelo por qué plomo era una referencia a algo malo. Me respondió con un dejo de desilusión, como si por un instante descubriera que al fin y al cabo su nieto, el pibe predilecto con el que compartía, a excepción de la afición por el porno (una vez le encontré una lista de páginas escrita al costado del mouse), prácticamente todo, era medio pelotudo. Y, por qué va a ser, porque te tira para abajo. Aparte mirá, me dijo, y agarró una plomada de la caja, mirá lo que es esto, son un espanto, grises, sin forma, ¿ves? 

No le di tiempo a que siguiera. Con impronta resuelta, quizás hasta algo canchero, le dije, sin quitar la mirada del mar, que dos cosas: una, sin los plomos no podríamos pescar una mierda; y dos, que papá decía que una de las mejores líneas de Charly era mientras los plomos juntan los cables, cazan rehenes, que ahí no aparecíamos mencionados ni él, ni yo, ni papá, ni la caña, ni el pejerrey: ahí estaban los plomos. 

Hace poco, mes, mes y pico, un policía baleó a unos pibes que estaban yendo a jugar a la pelota. Uno de ellos murió.

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Si algo se aprende de la neurosis es la práctica de la resistencia, y su valor. En la entrada del diario personal que data del jueves 25 de abril del 2019, se lee: “Neurosis alta. Escribir en medio del síntoma y así fisurarlo. Una nave poco consistente que entra en un montón de gelatina sucia. Pasé tres días sin tregua. Hoy me siento mejor. Es de noche”. 

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El primer partido de fútbol que se dio en nuestro país se jugó con una vejiga de vaca como pelota. El registro del picado es de un anónimo. En Política de la literatura, Rancière dice que “la guerra, que siempre mantuvo el mito de la acción decisiva de los grandes hombres, le revela al observador preciso todo lo contrario. Los grandes hombres no hacen historia”.  

Cuando Susana Piri Lugones le pide a Rodolfo Walsh que elija un texto para armar una antología, él se inclina por “La cólera de un particular”. El relato, según Walsh, es de un autor anónimo. 

Al momento del inicio del partido de la vejiga de vaca, había treinta y dos jugadores: dieciséis y dieciséis. Cuando terminó, solo quedaban seis de cada lado. 

Hay varias cosas para tener en cuenta. Entre ellas, que quienes hagan la historia por venir deberán abrazar al que va al lado.

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Si, como le dijo León Rozitchner a Diego Sztulwark, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa, pienso que lo otro que se necesita, y prácticamente con el mismo grado de imprescindibilidad, es aburrirse, pero no de todo: de uno mismo. 

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Al tipo de la moto no lo veo más. O sí, pero ya es un puntito lejano. Pueden hacer con él lo que quieran. Ya no es. Dejó de ser. Eso creo, en este momento. Quizás no tenga trece años, quizás sean menos. La imagen resiste y vuelve, un vapor agrio que descubre las fisuras del tiempo. El tipo, ahora, vuelve a ser. No importa lo que hayan hecho con él. Ni en ese momento ni en otro. Los demás, lo que hicieron con él, francamente no importa. Ni a mí ni a todo lo que de mí se desprende. Hay que aburrirse de uno mismo para hacer algo, lo que sea. 

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Una tarde, en la escollera sur de la ciudad, mientras ambos encarnábamos con anchoa, le pedí a mi abuelo que algún día me llevara a pescar en embarque. Siempre lo hacíamos desde la escollera y no estaba mal, pero quería vivir eso otro. Le dije de ir nosotros dos solos. Primero porque todo lo que se circunscribiera a nosotros dos me emocionaba, y segundo porque mi primo, que a veces venía, era medio pelotudo, y se ve que para ese momento ya sabía que, si un pelotudo siempre es un potencial peligro, lo era mucho más en el mar. Me dijo que no, que él ya no estaba para esos trotes. 

—Y aparte, ¿qué te pensás, que allá adentro sacás más? Dos cosas. Una: si sos bueno, sacás en todos lados. Dos: mirá lo que es esto, ver el horizonte así, tranquilo, desde acá, mirar el mar estando sentadito, relajado, compartir un mate, charlar con los muchachos que pasan… Esto no es para todos. Disfrutá, nene. 

Ese fue el primer día en que, cuando fijé el horizonte, se me nubló la vista. Lo mismo me pasa ahora cuando estoy frente a la pantalla y no sale nada. La hoja en blanco: un camino de nieve virgen que descubre al hombre. Letritas en Calibri 11 caen, cartuchos de ametralladoras sujetas a indios que siempre estarán olfateando la pólvora por primera vez. Pobres y agraciados. Letritas, reguero de un bolso maltrecho. Pasajeros en trance. La hoja en blanco que no es una hoja pero que es blanca, que es blanca, inmensa y abrumadora y que, como los elefantes y las colinas de Hemingway, o bien dará a luz o bien sepultará una parte del alma. La hoja en blanco para soltar lo que nunca se tuvo pero se tendrá. El riesgo de descubrir el pasado que nos espera y rasguña los pies.  

Mi abuelo leyó, de ficción, dos o tres libros en su vida. Uno fue El viejo y el mar. Se lo regalé yo, con real entusiasmo. Cuando lo terminó, fui a ver qué le había parecido. Es lindo, dijo, lindo librito. Y siguió cortando el salame. 

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Hay neblina, así que estoy justificado. 

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Ahora narro, le presto un par de pies a esa narración primigenia que fue fraguando a gusto y piaccere mis días. Todavía no sé caminar. Al menos como yo quiero hacerlo. Pero narro, narro, soy un cuerpo y soy acción, soy movimiento, alguien que se regodea apoyando la navaja en el límite de la cosa. La navaja está desafilada pero mis aliados no lo saben. Todo aquello que antes era tromba todo uno todo omnipresencia todo concepto y carne infranqueables ahora es embestido por un vientito que bien puede ser soplido bien golpe malogrado bien caricia. Y las cosas, con el viento, ya nos han contado, cambian.

Branco Troiano (Argentina). Marplatense. Escribe ficción para deshacerse. En diciembre de 2022 saldrá publicada su primera novela.

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