1

La mujer se abrió paso entre los matorrales con una mano llena de raspones y tierra reseca. Jadeaba como un animal salvaje y tenía los ojos atravesados por el miedo. Con la otra mano tiraba de la chica y la arrastraba sin miramientos. La chica la seguía a tropezones, alzando el brazo libre para protegerse de las ramas que le pegaban como latigazos. Tenía el pelo y la ropa pegados a la piel por el sudor. En el cuello y la nuca se le había dibujado un triángulo oscuro. Todavía vestía la túnica ceremonial. Su madre tenía la cabeza afeitada y su túnica, en vez de ser gris, era del color celeste opaco de las sanadoras adultas. Estaba rasgada por las espinas y las ramas de los arbustos que invadían el sendero medio escondido por el que se habían internado. Cruzado a la cadera, llevaba un cuchillo de caza manchado de sangre fresca que le ensuciaba las ropas.

Se detuvieron de golpe. Con un dedo sobre los labios, la madre le indicó silencio. Yara aguzó el oído también. Había que abstraerse de los sonidos del bosque: el rumor de hojas sacudidas por el viento, el canto de pájaros que llegaba desde los árboles cercanos, el crujido de una rama seca, las pisadas gráciles de algún animal que huía. Atender más allá de todo eso hasta percibir el golpe de pies sobre la tierra, una voz queda, las respiraciones agitadas de los hombres que las perseguían. Una oleada de terror trepó por la espalda de Yara. Buscó la mirada de su madre. 

Era fría. 

Desesperada y al mismo tiempo fría. 

Siempre había pensado que tendría un poco más de tiempo. No mucho, pero sí un poco más. Su madre también. Lo supo cuando le mostró la primera huella menstrual y por sus ojos vio pasar un relámpago de desesperación.

Se adentraron en un bosque de pinos que se alzaban sobre un terreno escarpado. Tenían hambre y estaban agotadas. Ya había perdido la cuenta de cuántas horas llevaban huyendo. 

¿Cuatro? 

¿Diez? 

¿Mil? 

La mano de su madre tiraba y tiraba y por momentos parecía que ahora eso era todo. Que todo lo que les quedaba era seguir huyendo para siempre entre ramas que les lastimaban las caras y las piernas. Una marcha forzada permanente, acompañada por el jadeo agitado de su madre delante de ella y la respiración de los hombres que las perseguían detrás. 

Algo se abrió camino ruidosamente frente a ellas. Una bandada de pájaros echó a volar mientras los pastos altos, a su izquierda, se sacudían. La madre de Yara se interpuso entre ella y lo que fuera que apareciese ahí delante: lo hizo con un brazo cruzado tras la espalda, tanteando el mango del cuchillo, y el otro extendido hacia el frente como dispuesto a atajar o contener lo que se le viniera encima. La pose era instintivamente desafiante. Protectora y desafiante. 

Un huemul se asomó entre el follaje y las miró con curiosidad. Después se alejó de un salto. 

Yara vio a su madre apoyarse contra un árbol. Se la notaba cansada. Tenía un magullón en el pómulo, raspones que le habían abierto hilitos de sangre en la piel, y un corte en la rodilla que se había hecho al tropezar con una raíz y caer sobre una piedra. Se arrancó una tira de tela de la túnica para improvisar un vendaje en torno a la herida. 

A Yara le hubiera gustado estirar la mano hasta ella y poder hacer algo, pero sabía que sería completamente inútil. 

«¿Te duele?», preguntó con señas. 

La madre sacudió la cabeza. Como ella, tampoco su madre podía hablar. Al igual que todas las sanadoras, las dos habían sido mutiladas de pequeñas, según marcaba la tradición. Una ablación completa de lengua.  

«Cómo estás», preguntó la madre.

«Puedo seguir», dijo Yara.

Se incorporaron las dos. 

Siguieron corriendo.

2

Cuando atravesaron el bosque, salieron a un río angosto y algo sinuoso que corría entre unas piedras. Después del río, se abría un terreno pedregoso de tierras pardas y quemadas, con matorrales esporádicos y secos, y algún que otro árbol solitario que se alzaba bajo un sol de plomo. Detrás se recortaba, imponente, la barrera natural del Escarpe del Colorado, una pared de tierra y piedra que se alzaba a más de ochocientos metros de altura a través de la cuenca de lo que alguna vez había sido el Río Colorado, y cruzaba el continente desde el océano Atlántico hasta la cadena montañosa de los Andes. A lo lejos, hacia el oeste, se adivinaba la silueta oscura de Última Muralla, la ciudad fortín, con sus torres y almenas negras, que cerraba el único paso hacia el sur a lo largo de toda la falla que elevaba las Tierras Patagónicas por encima de las extensas planicies de la Pampa Larga.

Se detuvieron al borde del bosque, vacilantes. La cara de la mujer se transformó de golpe. 

Más adelante, siguiendo el curso del río, se adivinaban las formas de un jeep oxidado, con enormes ruedas negras y dos caños humeantes que sobresalían por la parte trasera como chimeneas. Lo flanqueaban dos jinetes armados. Parado en la parte trasera del jeep, un hombre oteaba el horizonte. 

A pesar de la distancia, era fácil reconocerlo. 

Era un hombre ancho y oscuro, entrado en años, que, sin embargo, conservaba unos músculos duros y firmes por debajo de esa primera capa de grasa que parecía sacudirse con cada uno de sus movimientos. Una especie de hombre oso lleno de cicatrices del tiempo, pero todavía vital: la mujer lo había tenido la suficiente cantidad de veces encima de ella como para no albergar dudas al respecto. A lo largo de muchos años, sus palmas habían tenido que recorrer aquel cuerpo tantas veces, por tantos dolores y tantas heridas, que a veces tenía la sensación de que ese cuerpo de oso era un plano secreto que sus manos habían aprendido de memoria. Podía imaginar las venas tensas que le recorrían el cuello, la piel agrietada, la mata de pelos enrulados y encanecidos que le cubrían el pecho y los antebrazos. Los ojos siempre encendidos, como si algo ardiera todo el tiempo en lo más hondo de su mente. Tenía una barba espesa que se abría en dos trenzas que le colgaban sobre el pecho. Estaba completamente calvo y lo único que tenía sobre la cabeza eran sus infaltables gafas redondas, como antiparras de bronce, sujetas con una tira de cuero. Dos franjas de pintura negra le cruzaban el rostro: una horizontal en la línea de los ojos, como un antifaz, y otra perpendicular que subía por su frente y le atravesaba todo el cráneo hasta la nuca. Tenía una chalina sucia alrededor del cuello, pantalones y borceguíes negros y dos machetes cruzados a la espalda. Se bajó las gafas y accionó el mecanismo que cambiaba las lentes, para escudriñar la distancia. 

Yara también lo vio y no pudo evitar un estremecimiento. 

Lo que había hecho su madre era algo impensable. Algo que ningún Hijo de Wolff jamás se había atrevido a llevar a cabo. La sola idea de escapar era arriesgada y casi absurda. ¿Escapar a dónde? No había la más remota posibilidad de atravesar la Pampa Larga a salvo. Las pocas mujeres que lo habían intentado nunca habían llegado demasiado lejos. Las más afortunadas habían encontrado la muerte ahí afuera: de hambre, de sed, en las garras de algún animal salvaje o, si habían logrado alejarse lo suficiente, a manos de los merodeadores. Las otras habían sido capturadas nuevamente y por Dios que hubieran preferido cualquiera de las otras muertes. 

Claro que ninguna recordaba a Dios. 

Hacía tiempo que se había ido de esas tierras.

Su madre, en cambio, había elegido el camino hacia el sur. Atravesar el bosque con rumbo a Última Muralla, con la ilusión de encontrar un paso hacia las Tierras Patagónicas. Y ahora estaban atrapadas. Todo lo que se abría entre ellas y la interminable pared que se alzaba allá adelante era un terreno yermo, vacío, donde esconderse era imposible. Afuera las esperaban el mismísimo Wolff, rey y señor de los Hijos de Wolff, y dos de sus hombres. Por el bosque se acercaban los demás. De una forma u otra iban a caer en sus manos.

Pero escapar no era lo peor que había hecho su madre: lo peor había sido llevarse a la próxima sanadora del rey. 

Trató de imaginar el castigo que le esperaba a su madre. 

Sus conocimientos de la crueldad no alcanzaban siquiera para aproximarse.

Javier Núñez (Argentina). Es escritor y coordinador de talleres literarios. Publicó los libros de relatos La risa de los pájaros, Praga de noche, Tríptico, La feroz belleza del mundo, Cuando todo se rompe y Postales de un mapa imposible; y las novelas La doble ausencia y Después del fuego. Obtuvo los premios Casa de las Américas de Novela y Premio Latinoamericano a Primera Novela Sergio Galindo. El Concejo Municipal de Rosario lo declaró Escritor distinguido. Algunos de sus libros han sido publicados en México, Uruguay, Estados Unidos y traducidos al italiano.

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