Pau Turina 

Las historias que escribe Laura Ortiz Gómez son punzantes y dolorosas, pero tienen destellos luminosos frente a lo que sucede en lo profundo de su país de origen, impuesto por un contexto de violencia y guerra armada. Las voces marginadas, olvidadas, en lo profundo de las comunidades colombianas son las protagonistas de estos cuentos. Sofoco, el primer libro de Ortiz Gómez, irrumpe como una lectura arrolladora dentro del mundo literario latinoamericano.

Ortiz Gómez nació en Bogotá y desde chica tuvo contacto con los libros. Su mamá le leía todas las noches, era el ritual de la casa antes de dormir. Y empezó a escribir en ese entonces. Después estudió Letras, trabajó en la promoción de la lectura, trabajo que le permitió viajar por toda Colombia. Desde 2016, vive en la Ciudad de Buenos Aires, ciudad en la que escribió su primer libro.

Sofoco es un gran título. Justamente, esa es la sensación que nos transmite cada cuento, sea tanto por la tensión de lo que se narra como por el clima, específicamente, el calor y la humedad. ¿Cómo llegaste a ese título?

Fue una búsqueda difícil. No lograba sintetizar el espíritu de los cuentos, entonces, fue un proceso muy largo. Desplegué una página de conceptos asociados. Porque quería hacer referencia a los ecosistemas, pero también a la experiencia interior. Una amiga finalmente me dijo que “sofoco” era la palabra indicada. Creo que las experiencias convergen en esa palabra. 

¿Hay cuentos inspirados en leyendas de Colombia?

Sí, investigué mitologías específicas de distintos territorios y también hay un punto de partida en una investigación histórica. Encontraba hechos históricos que me llamaban la atención; por ejemplo, el de Aita, que tiene que ver con que en Colombia hay muchos cementerios de NN y muchos pueblos en los que se han tirado los cuerpos a los ríos, y muchos pueblos que están en la vera del río han desarrollado este tipo de cementerios. Investigué hasta que me dolía el cuerpo, porque son historias muy dolorosas, pero en los cuentos propuse ciertas salidas ficciones a esos dolores o salidas al conflicto. Porque hay algo muy cíclico de las guerras en Colombia, que es muy difícil de parar, y quería imaginarme cómo era atravesarlo en primera persona y qué salidas posibles hay, desde lo más personal e íntimo. 

Creo que quienes leen tus cuentos deben sentir ese afecto en el cuerpo también. Y eso que decís, sobre cómo te afectaba en el cuerpo investigar sobre esos temas tan tremendos y dolorosos, se siente de la misma manera. 

La escritura misma es un ejercicio corporal o al menos eso me sucede a mí. Son historias de guerra, de mucho dolor, y me interné en ellas para poder llegar a ciertas profundidades. Casi hice un ejercicio actoral, de ponerlo en primera persona, para encontrar soluciones narrativas. Se hacía difícil escribir, pero traté de darles salidas de luz, erotismo y fuerza. No pensarlos como víctimas, sino como agentes que pudieran hacer algo desde su contexto. 

Claramente, está presente la violencia, que es parte importante de las sociedades latinoamericanas. También está muy presente la naturaleza como el contexto de la Colombia más profunda y los relatos son muy poderosos porque en algún punto rescatás historias de las mujeres olvidadas. ¿Lo pensaste de esa manera?

Hay dos cosas que eran importantes para la escritura del libro. Una es que Colombia es muy diversa en sus ecosistemas y culturalmente. Hay muchísimas comunidades indígenas vivas que tienen sus tradiciones, hay comunidades afro que, dependiendo del territorio, han producido narraciones, música, gastronomía increíbles, sonoridades, cuentos, coplas, cosmovisiones, incluso las comunidades campesinas que se cree que son aculturadas, en realidad, tienen todo un entramado de saberes y de estéticas, y de cosas muy impresionantes. Lo que me sucedía cuando viajaba por Colombia es que cambiaba de pueblo por un par de horas y parecía otro país. Y el libro compone una especie de viaje, de ruta. Hay cuentos de alta montaña, de la vera del río, de la costa, de la selva, porque quería narrar esa diversidad ecosistémica que está ligada a las prácticas. Porque la gente en el territorio vive y comprende la naturaleza de otra manera, cohabitan con ella. Y la segunda es que en Colombia ha sido muy fuerte la disociación entre campo y ciudad. Por cincuenta años de conflicto armado, las ciudades en algún punto se enclaustraron en su propio mundo. La gente temía salir al campo porque cualquier grupo podría estar armado, y eso hizo que las ciudades no reconocieran a la ruralidad, que es a quienes les tocó vivir la guerra. Siendo de la ciudad, también sentía un choque cuando volvía de mis viajes, como cierta resistencia de las personas de la ciudad de querer oír las historias, que tiene que ver, por un lado, con la anestesiamiento de no querer escuchar una historia más de guerra; pero, por otro, con una propaganda sistemática de los gobiernos de derecha que estigmatizan a cualquier movimiento disidente, como la guerrilla, y que estos gobiernos han deshumanizado a la gente, han permitido atrocidades. Estos cuentos tenían el propósito de hablar de lo que no era la ciudad.

¿Cómo fue tu llegada a Argentina?

Vine en un salto de fe. Venir fue muy importante, porque fue reconocer partes de mí misma que no había visto. También me permitió acercarme a la creación literaria que ya creía que nunca iba a hacer en mi vida, algo que había enterrado. Al salir de la universidad, trabajé muchos años en proyectos comunitarios, sobre todo, con población rural y con bibliotecas públicas, en la parte de promoción de lectura, para hacer un acercamiento entre las comunidades y las bibliotecas públicas. Trabajé diez años, viajé mucho, conocí mucho el territorio, pero los procesos terminaban dependiendo de las autoridades locales y entraba en una lógica muy difícil. En un momento renuncié, me fui de viaje a las playas del Caribe, y conocí a mi pareja actual, que es argentino. Vine por amor, pero también por la encrucijada vital de expandir la búsqueda y saltar al vacío. Hice la Maestría en Escritura en la UNTREF. Sentí que tenía que hacer un curso acelerado de literatura argentina, porque se abrió un abanico de referentes que no había leído, y por suerte trabajaba en una biblioteca con un catálogo impresionante, porque la tradición de la literatura argentina es muy rica. 

¿Qué efectos tuvo ese exilio?

La distancia fue fundamental, porque hay algo de cierto en que es un salto a la impunidad en la escritura, es decir, hay un ejercicio de tomar la palabra literaria, y de sentir que tienes el permiso de hacerlo. La cultura letrada nos dice que no tenemos permiso, que ya está todo escrito, que quién eres tú para venir a nombrar el mundo. Sentía mucho temor estando en Colombia porque la situación es tan compleja, tan difícil de entender, sentía que, como una persona de la ciudad, me atrevía a narrar las realidades de las comunidades rurales. Me parecía un gesto de apropiación, pero el irme de Colombia me permitió entender que, primero, la ficción es un mecanismo también para desentramar o entender esas realidades complejas y, segundo, que siendo colombiana estoy atravesada por esas historias, por más que venía de la ciudad. Fue muy evidente la manera en que la guerra me había impactado de manera personal. Al estar en Argentina, me di cuenta de eso. Tenía un canon muy reducido de escritores de Argentina, del que había estudiado en la carrera: Borges, Cortázar, Arlt y Silvina Ocampo. En la maestría, sentí que tenía que hacer un curso acelerado de literatura argentina, porque se abrió un abanico de referentes que no había leído, y, por suerte, trabajaba en una biblioteca con un catálogo impresionante, porque la tradición de la literatura argentina es muy rica.

En las bibliotecas se suele compartir la lectura en voz alta. Y tus cuentos, tu escritura misma, llaman a ser narrados en voz alta. Cuando los escribías, ¿hacías ese ejercicio? 

Sí, los leía en voz alta cuando los escribía para encontrar esa musicalidad que estaba tratando de encontrar. Era muy hermoso escuchar a las abuelas, a los abuelos, contando las narraciones de su territorio, porque en la oralidad hay una profundidad que se ha visto despreciada: “Es usted campesino, no es letrado”. Había algo muy hermoso y muy espeso en el lenguaje oral, y eso traté de trabajar en los cuentos, pero también me daba miedo que sonaran muy forzados. Mi escritura está impregnada por esa gran admiración que sentía por las comunidades y en sus habilidades narrativas. La realidad está muy intervenida en los cuentos, no se basa en testimonios reales, es todo ficcional. Y está intervenida por una comprensión poética: las personas no hablan así, pero, de alguna manera, se vuelve verosímil porque reconocemos en el entorno que hay una poesía campesina que se da en el habla. Es un homenaje a las palabras y sonoridades.

El libro tiene ediciones en España, Colombia y Argentina. ¿Cómo vivís los comentarios de los lectores y las lectoras que viven en países tan distintos? 

Ha sido muy interesante y hermoso que, cuando el texto ya está vivo, escapa de la intención del autor y son los lectores y los contextos que lo pueden llenar de contenido y de experiencia. Logró no ser exótico o hablar de los personajes como lejanos, sino que se puede identificar con ellos. También me emociona que intente ser una puerta de entrada a lo que sucede en Colombia, porque a Colombia se la relaciona con Pablo Escobar y todo el conflicto que genera el narcotráfico en el país, pero se suele olvidar el sufrimiento de las comunidades campesinas. La literatura colombiana está muy relacionada con el territorio, me alegra contribuir para que la narrativa no quede solo adentro del país.

¿Cómo ves a la literatura colombiana contemporánea? Muchas veces es difícil el tema de la distribución y la circulación en otros países de Latinoamérica. 

Creo que está en un momento de efervescencia muy lindo, sobre todo, de escritoras mujeres jóvenes, como Eliana Hernández, que ganó este año el Premio Nacional de Poesía. Su poema La Mata describe la masacre de El Salado, que sucedió en Colombia en el año 2000. Es muy emocionante que haya más voces y también, de a poco, hay cierto florecimiento de las editoriales independientes.

¿Y la literatura latinoamericana?

Creo que hay algo muy interesante en Latinoamérica, que es cómo los tiempos históricos no son necesariamente lineales. Si hay algo que nos une es la convergencia de muchos tiempos en un solo tiempo. Puede haber prácticas ancestrales conviviendo con cosas que tienen que ver con criptomonedas, por ejemplo. Viajando por Colombia me di cuenta de que hay ciertas capas temporales, de muchos tiempos en un mismo tiempo. Somos la pluralidad de muchos mundos conviviendo y necesariamente afecta nuestro modo de narrar, y la afecta para bien. No soy experta en literatura latinoamericana, pero creo que hay una heterogeneidad no solo en la diversidad de los catálogos, sino en el interior de los propios textos, que pueden mezclar cosas extrañas y la mezcla de lenguajes, que tiene mucha riqueza. Una vanguardia en Brasil de principios del siglo XX, que se llama “Los antropógafos”, que hablaba de cómo beber de cada cultura. En ese sentido, creo que los latinoamericanos somos muy antropófagos, que nos estamos nutriendo de todos lados, armando nuestros propios menjunjes, eso me parece fascinante, porque tiene que ver con nuestra impunidad. No voy a esperar a que me dé permiso la academia. 

¿Ahora estás escribiendo algo?

Sí, estoy escribiendo un cuento, que se me ha alargado, y también es sobre Colombia. También tengo un proyecto de una novela que sucede en Buenos Aires, que es muy distinto de lo que escribo y, por eso, me da muchos nervios. Tiene que ver con la casa en donde vivo en San Telmo, que es una casa muy antigua, de comienzos del siglo XX, en relación con los conventillos y el movimiento anarquista.

¿Tenés planes de quedarte o quisieras regresar a Colombia? 

En verdad, no lo sé. Algo muy hermoso de migrar es que quedas escindido para siempre, porque ya amas dos lugares. Cuando estás en un lugar, siempre extrañas el otro.

Laura Ortiz Gómez (Colombia). Estudió literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Trabajó como promotora de lectura y escritura en diversos espacios a lo largo del territorio colombiano. Realizó la Maestría de escritura creativa en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Obtuvo el estímulo “Becas para colombianos en proceso de formación artística y cultural en el exterior”, del Ministerio de Cultura de Colombia, y ganó la Beca Antonio Di Benedetto. También es ilustradora. Sofoco es su primer libro.

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