Paula Turina

Alejandra Costamagna nació en Santiago de Chile, en 1970, y es una de las escritoras chilenas más reconocidas de su generación. Hija de padre y madre argentinos que se exiliaron en 1967 en Chile, toma la dictadura como tema en su novela El sistema del tacto, finalista del Premio Herralde. Publicó las novelas En voz baja (Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro, Cansado ya del sol y Dile que no estoy (finalista del Premio Planeta-Casa de América y Premio del Círculo de Críticos de Arte); el cuento largo Naturalezas muertas; y los libros de cuentos Malas noches, Últimos fuegos (Premio Altazor), Animales domésticos y Había una vez un pájaro. Obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa y el Premio Anna Seghers de Literatura.

En Imposible salir de la Tierra hay personajes solitarios, y también hay algo de la soledad que está presente en tu literatura. ¿Qué hay de especial en la soledad que te interesa narrar? ¿Hay algo de escapar a ciertas estructuras?

No sé si soy demasiado consciente al escribirlo, pero sin duda hay un énfasis, y casi una fijación, diría, en la huida de ciertas estructuras que nos moldean socialmente. Es mal visto ser sola o solo. Hay una senda adecuada por la cual deberíamos transitar que excluye la ruta de quienes no arman una familia tradicional, quienes eligen la soledad o la convivencia homoparental o la inclusión de otros animales no humanos en la misma escala de afectos: esas “especies compañeras” de las que habla la historiadora estadounidense Donna Haraway. Porque incluso las formas de ser felices a veces son pautadas y normalizadas. Hay manifestaciones de poder en esos imperativos, tal como los hay con la maternidad. No tener hijos es visto como una tara. Ese mandato, esa idea del instinto y de la realización como seres completos al ser madres se emparenta con la idea del choclón familiar. Mis personajes suelen experimentar felicidades de otro orden. Pequeñas y atípicas felicidades, si se quiere. Y la soledad puede estar entre ellas.

También en los personajes está muy presente un deseo de huir. Está la referencia en uno de ellos a Japón. ¿Por qué esta referencia a escaparse? Hay una gran presencia de la fragilidad. 

A veces tengo la sensación de que los personajes están flotando en la parte honda de una piscina, donde no hacen pie. Al final es lo que hemos visto con fuerza estos días, ¿no? Esa fragilidad que nos constituye. Vivimos anestesiados con la exigencia del modelo de la hiperproductividad. A tener presencia en todo. A producir, producir, producir y tener respuestas donde a veces apenas alcanzamos a dar balbuceos. Una urgencia por ser estables. Por no flaquear. Y no, pues, el mundo se cae a pedazos y queremos salir arrancando, pero no hay dónde. Claro, estos cuentos son muy anteriores a la pandemia, pero si los miro con los ojos de hoy es lo que veo ahí: que siempre hemos sido frágiles y que esa vulnerabilidad nos constituye. El escape acá sería el contrario al movimiento de la polilla: me interesa la huida de los focos que encandilan.

Estos cuentos los escribiste durante muchos años. ¿Cómo fue el proceso de la corrección, de pensar los cuentos para un libro? ¿Trabajás mucho tiempo en la corrección?

Corrijo mucho, muchísimo antes de publicar. Más que el argumento redondito, lo que me interesa es el trabajo con la palabra, con la frase, con la cadencia, con el tono. Amasar el material. Y también con las decisiones de la perspectiva, del foco: quién narra, por qué, para qué lo narra. Pero fíjate que en este caso no hubo demasiadas correcciones, porque el grueso de los cuentos ya había sido publicado. El trabajo consistió más bien en crear un artefacto que pusiera en diálogo relatos de distintas respiraciones, temples y aproximaciones a eso que llamamos “cuento”. Quizás era, sin proponérmelo del todo, una forma de estirar la cuerda del género cuentístico también. 

En relación con El sistema del tacto, hay elementos del archivo, de la realidad, y leí que hablabas del concepto novelas “fuera de sí”, en relación con lecturas de Florencia Garramuño y Josefina Ludmer. ¿En qué sentido sería una novela “fuera de sí”?

La novela tiene como uno de sus ejes el desarraigo. Estos son personajes que no se hallan en los lugares físicos, sociales o culturales que les han asignado; que no pertenecen o no se sienten cómodos en los ámbitos donde se los quiere ubicar. Al mismo tiempo, el libro se escapa un poco del molde de la novela con un argumento redondito y cerrado, se ramifica y todo el tiempo está como saliéndose por los bordes. A eso se suman los materiales de archivo y los insertos que vienen a interrumpir o sacudir o contradecir incluso el relato completo, la restitución de la historia. Entonces, pienso que hay un vínculo entre la no pertenencia de la novela a una especificidad genérica cerrada, a ser concebida como un objeto acabado; la no pertenencia de los protagonistas, ese no hallarse en el lenguaje de los otros, y la no pertenencia de los materiales. Todos, de alguna forma, desarraigados.

Tus padres nacieron en la Argentina y huyeron por la dictadura de Onganía a Chile. Y vos te criaste con la dictadura de Pinochet. La memoria está presente en tu literatura. ¿En qué manera la dictadura también marcó no solo tu vida personal, sino tu escritura?

Pienso que crecer bajo la dictadura generó una especie de alerta permanente. Por una parte, estaba el hermetismo de los adultos, que muchas veces tenía que ver con la protección, con no exponernos a posibles peligros, pero también convivíamos con el tedio y la grisura de un paisaje que de un día para otro había cambiado. Mientras en el mundo real de los adultos la vida se presentaba con toda su crudeza, en el micromundo de los niños la fantasía desplegaba su halo protector. Mientras el país se desmoronaba, nosotros aprendíamos a hablar, a escribir, a leer, a jugar y también a callar. Entonces, nos acostumbramos a mirar con suspicacia a nuestro alrededor y a buscar las palabras que dieran cuenta de esto que ocurría y que se presentaba con la forma del rumor, de la sordina, del eufemismo. Escribir para mí es, en parte, recordar. Y ese recuerdo primario está teñido por la dictadura. Para los que nacimos en los setenta, infancia y dictadura están directamente entrelazadas.  

En tu literatura se encuentra el tema de la identidad que está intrínsecamente relacionada con la memoria. Además, la identidad de ser mujer en un mundo donde aún hay muchos derechos por conquistar. ¿Qué opinión tenés sobre la escritura producida por mujeres que se ha visibilizado más en los últimos años? 

Me parece de absoluta justicia. Ese emparejar la cancha es muy necesario, especialmente, con aquella escritura que nos precede. Tal vez la visibilidad de las escritoras contemporáneas no es el mayor problema hoy. Las redes sociales, la apertura de ciertos espacios, algunas editoriales comandadas por mujeres y disidencias, en fin, todas esas instancias hacen que afortunadamente el foco pueda alumbrar a las escritoras como no ocurrió antes. El mayor problema, para mí, está en algo quizá más estructural que parte por la baja presencia de mujeres y disidencias en los programas educacionales, porque ahí se forman los cánones, las visiones del mundo y las naturalizaciones. Ahí es donde se invisibiliza y se anula un corpus. Ese canon sigue siendo escandalosamente sesgado.  

Desmadres aborda la literatura latinoamericana contemporánea en distintas secciones. ¿Qué características crees que la engloba? ¿Y cómo observas a la literatura chilena?

Es difícil abordar la literatura latinoamericana contemporánea como un todo. Creo que hay una enorme heterogeneidad de registros y miradas. Una escritura mutante, que va cambiando sus huellas, como si estuviera en proceso infinito. Pero tal vez la marca de estilo más evidente que vislumbro sea la tendencia a producir textos fronterizos, donde los límites tienden a volverse difusos y se tensionan al máximo los bordes de la ficción. Hay un cruce constante y muy rico de soportes, materiales, referencias, coordenadas espaciales y temporales, que permiten seguir indagando en el pasado, pero al mismo tiempo ir fabricando el presente, como dice Ludmer. Pensando en Chile, quizá los temas no sean tan distintos de época en época, pero sí cambian la mirada y la respiración. Hoy veo voces muy variadas, que buscan otras estrategias para ensayar espacios de disenso, que, por ejemplo, abordan la memoria desde lugares propios, no necesariamente haciendo alusión explícita a los fantasmas que nos penaron a los que vivimos la infancia en dictadura, y que se ocupan también de los malestares del presente, asociados a la instalación y la naturalización del modelo, pero también de temas como el racismo, la homofobia, la transfobia, la xenofobia, el machismo y todo un ámbito de violencia soterrada.

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