I

Ayer por la tarde llegué a la casa y había una niña del maíz sentada en la cocina. Parece que se mudó con nosotras pero no hay forma de saberlo porque no habla. 

De ella solo sabemos que tiene cabello largo y rubio. 

Apenas la vi pensé que era una amiga de Laura o de Magda. Estaba sentada mirando un plato con migas, a oscuras. Crucé corriendo, pasé a su lado y subí a mi habitación. Saludé al aire, nadie respondió. Creemos que la niña del maíz no tiene nombre o no habla.

II

Hoy no la vi. Me encerré en mi habitación sobre la cocina, en el altillo. Se sube por una escalera estrecha, de madera, veintidós escalones. Dos de sus paredes estánocupadas por ventanas. Hay un colchón en el suelo, una lámpara cuadrada que me robé de otra habitación, una silla y un locker de chapa rojo y petiso. El techo es tan bajo que, cuando me levanto, mi cabeza lo roza. Tiene manchas negras porque en dos oportunidades prendí velas durante los cortes de luz estivales. La circulación de oxígeno es poca, entonces el humo se convirtió en manchas de hollín. Es cálida en invierno y calurosísima en verano. En enero suelo pensar que si alguien prende una hornalla en la cocina el calor de ese fuego subirá por la escalera directo hacia mí como una cachetada.

II bis

¡Habla!

III

Sé que habla pero no por haber conversado con ella sino porque Magda me lo dijo. Se ha mudado a la casa efectivamente, a la habitación del fondo. Una habitación que parece inmensa porque el techo es altísimo pero tiene una forma casi triangular que la hace bastante incómoda a la hora de disponer los muebles. La niña le puso una lámpara redonda con flores blancas de papel, tiene piso de madera y muebles escandinavos. Su ventanal da a un balcón que los días de humedad, es decir todos, parece una lengua gorda y roja rebosante de saliva. Además hay un macetón de piedra con plantas muertas. Si pudiera pagar esa habitación llenaría el macetón con plantas vivas. De poder habitarla haría todas las comidas del día en ese balcón entre las cúpulas, aún en invierno. No pondría cortinas en el ventanal y cada mañana despertaría con el sol.

La niña del maíz desayunó con Magda y le habló. Volvió al país hace poco luego de haber viajado por Europa y consideró que ya no podía seguir viviendo con sus padres. Trabaja en la multinacional en la que trabajan todos los porteños de clase media-alta y en la oficina debe hablar alemán. Tiene un novio chileno al cual odia, Laura lo conoció ayer (yo no he tenido el gusto aún) y sacó esa conclusión. Ahora que llegó la niña del maíz ya no podré entrar a la habitación a escondidas a sentarme en el balcón. Temo que al abrir la puerta una guillotina caiga sobre mí y corte mi garganta. Temo que tenga escondida una cámara entre las flores de papel de la lámpara y desde allí la niña monitoree la actividad de la habitación en todo momento durante sus ausencias, mientras recorre los maizales o va a trabajar a su multinacional alemana. Temo que me descubra y me recrimine el haber vulnerado su Propiedad Privada.

IV

Me la crucé cara a cara en el baño grande, ella salía y yo quería entrar. Ahí le conocí la sonrisa: una mueca en la que los dientes de arriba no se tocan con los de abajo. Le dije que si se había mudado a casa nadie nos había avisado. Hizo un ruido que pudo ser palabra (o no, no escuché bien porque la ventana del baño grande estaba abierta y la casa está en pleno barrio de Congreso) e hizo la sonrisa. La interpreté como una muestra de simpatía, aunque daba miedo. La niña del maíz tiene todo lo necesario para ser considerada linda o al menos adecuada. A mí me da a que algo anda mal.

V

Esta vez hablamos en la cocina, nuevamente en penumbras. Intenté ser agradable de la única manera que se me ocurrió: elogiando su pantalón. “Y sí, es de Zara” dijo y se fue.

VI

Cambió de lugar todos los muebles del living. No le dijo a nadie (no habla) y cuando le preguntaron dijo que le había agarrado “un ataque de Monica Geller” y que creía que la disposición de la mesa y los sillones era mejor a su manera. No me enojó tanto el hecho de que una recién llegada que no habla hubiera decidido unilateralmente un nuevo orden para los espacios comunes sino la referencia a la sitcom yanqui.

VII

¡Habla! No deja a mis amigas fumar en el living. Hace dos años que vivo en esta casa y ya vi pasar tres inquilinos distintos en el lugar de la niña. Cree que es propietaria. Me gustaría tener la soltura de creer que todo me pertenece. Siempre viví en espacios compartidos y los habito como pidiendo permiso. La que está mal soy yo, pensé. Mis amigas siguieron fumando adentro y ella se fue pegando un portazo, indignada. Su novio chileno se quedó supervisando mi reunión toda la noche.

VIII

Compré una bandeja de repollos de Bruselas y los corté en cuatro para meter al horno con queso. La niña del maíz volvía de entrenar, el pelo rubio en una cola de caballo del maizal y el cuerpo transpirado. Miró mis repollos con asco y buscó su milanesa en el freezer. No la encontró. Se fue a su habitación. Llegó un mensaje a mi celular, era del grupo de las habitantes de la casa. Era la niña. 

—Desapareció mi milanesa, ¿alguien se la comió?

Le respondí que soy vegetariana. Magda le dijo que ella tampoco, está en Paraná desde hace semanas. La niña insistió en que alguien se la comió: si no fuimos nosotras fue la “chica que limpia”, cuyo nombre es Rosa, pero para ella no tiene nombre. Si para mí Inés es la niña del maíz, para ella Rosa es la chica que limpia. Laura me escribió por privado para decirme que ya estaba llegando a casa y que, casualmente, andaba con ganas de pegarle una ubicada en la palmera a la niña, que había vuelto a la cocina para hacerse un bife. Laura entró con una bolsa grande de supermercado. La dejó caer sobre la mesa de la cocina, abrió fuerte la puerta del freezer y lo vació todo. Le dijo a la niña sin ninguna simpatía en sus palabras:

—Bueno, busquemos tu milanesa que si no se la comió nadie no puede haber desaparecido.

Fue cuestión de apenas mover las cubeteras de hielo para hallarla. Laura sostuvo la dichosa milanesa congelada entre sus manos. La niña le dijo: “Ay Laura, era una broma”, lo cual la descolocó por completo, ¿qué clase de broma podía ser esa? La niña estaba en un rincón dando vuelta su bife en la plancha, Laura le agitó en la cara la milanesa que despedía grandes gotas de agua helada y se la dejó en la mesada.


IX

Otra vez no habla. Prefiero que sea así, aunque me hace sentir como que vivo en un hotel alojamiento en el que desayuno con extraños. Está enojada con nosotras. Cambió todo de lugar en la heladera y me tiró un frasco de berenjenas al escabeche. Debe haber creído que era basura. Rotuló con su nombre todos los envases de comida que le pertenecen con letra cursiva: mermelada de frutos rojos, yogurt griego, pepinos en vinagre, jamón crudo, sardinas. Yo solo tenía ese frasco de berenjenas así que cené arroz con manteca (una manteca rotulada).

X

Subieron las expensas y me echaron del trabajo, así que me mudé. Laura también se fue. Antes de irme robé una taza con motivos chinos, un muñeco de un hombrecito en un kayak y una lámpara. La niña acordó con el dueño alquilar toda la casa para ella sola. Mejor, así no tiene que hablar.

Magda fue la última en marcharse. Me contó que la niña pintó las aberturas de amarillo, como su cabello, como el maíz.

Antonella del Valle (Argentina). Después de haber estudiado Ciencia Política en su Córdoba natal, se radicó en Buenos Aires, donde hizo la carrera de Guion cinematográfico en la ENERC. Escribió los cortometrajes Máquina de café (BAFICI 2017, UNCIPAR), Esta herida cuando no cicatriza se vuelve piedra (Ciclo Cantera CCK, Mejor documental 5to festival de Cine de Gral Pico, Mejor documental KINOKI 20) y El archiduque debe morir (BAFICI 2021). Actualmente trabaja como referencista para publicidades, series y películas y trabaja en el taller de cine para niños “Subí que te veo” junto a Flavia Arbiser.

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