La música suena a un volumen altísimo. Mamá canta y yo no entiendo en qué momento decidió que era una buena idea prender la radio y gritar sus canciones. El llamado de papá interrumpe el canto exagerado. No atiende. No le da ni siquiera dos segundos en pantalla. Corta, suspira y recién ahí sigue cantando. Siempre me molestó su pronunciación: un intento de inglés británico que sacó de alguna de las series que vio y que le queda ridículamente mal, como desencajado. 

Mamá no llora, no insulta, no dice nada. Solo maneja, maneja rapidísimo, porque eso es lo que hace cuando está nerviosa. Papá me llama a mí, pero corto antes de que mamá lo vea y me diga pero qué pesado que es. Hace frío y me arrepiento de no haberme agarrado más ropa abrigada. Se lo digo, le digo que no vine preparada, que quizá tengamos que volver. Ya te compraremos algo allá, me responde. Y yo no le pregunto dónde es allá. La ruta está casi vacía, son las seis de la mañana de un martes de abril. Hay algo atractivo en la escena: un auto viejo que anda como puede, la radio ochentosa, el sol por salir, una madre que canta mal y su hija obediente. Me apoyo contra la puerta y cierro los ojos. No te duermas, Puchu, me dice. No le respondo, pero enderezo la espalda y me acomodo en mi asiento.

Me llega un mensaje de Lucio, que supongo que acaba de despertarse para ir al colegio. Me pregunta dónde estamos, qué pasó. Me dice que papá se encerró en su cuarto y no sale, que está gritando. Mamá me mira. Es Lucio, le digo. Por primera vez en lo que va del viaje permite que caigan por su cara las lágrimas que estaba acumulando en los ojos y, también por primera vez, apaga la radio. Pero hay silencios que aturden. Mamá esboza una risa nerviosa y vuelve a poner la música. Le contesto el mensaje a Lucio, le digo que no tengo la más mínima idea de lo que está pasando, pero que con mamá nos estamos yendo. Le escribo que lo adoro para que le quede, por si en algún momento lo necesita. 

Llevamos unas cuatro horas de viaje cuando frenamos en una estación de servicio para cargar nafta. Pasamos al baño de luces intermitentes y olor podrido y cada una se mete en un cubículo. Veo sus pies, por el mínimo espacio vacío que queda entre el final de la pared que nos separa y el suelo, moviéndose nerviosos. ¿Qué va a pasar ahora, ma? No me responde por un largo rato, pero deja de repiquetear sus pies, así que entiendo que está calculando cómo decirme lo que me va a decir. Nos vamos a Uruguay, Valen, con los abuelos. 

No supe de verdad que estaba en un auto escapándome de mi casa y de mi papá hasta que lo dijo. Nada es real hasta que esté puesto en palabras. Escucho que entra al baño una señora retando a su hijo, que le responde despacito pero yo no quise hacer eso, mami.

Salimos las dos de los cubículos al mismo tiempo y nos acomodamos, una al lado de la otra, en las canillas, empapando nuestras manos en el agua congelada. Estamos frente al espejo, así que nuestros ojos se encuentran ahí, en la imagen reflejada. Dos mujeres desalineadas, rotas, heladas. Me gustaría poder decirle que la entiendo, que ahora estamos juntas. Que va a estar bien, que yo también voy a estar bien. Pero giro, la miro a los ojos y le grito que debería haber aguantado. Por Lucio y por mí. No me sale abrazarla, entender su dolor. Las madres no se van, las madres aguantan. Papá me llama y, por el enojo y el impulso del momento, contesto el teléfono antes de que ella llegue a responderme. Llora y me grita que soy despreciable, desagradecida, que la elegí a mamá, que me debería haber quedado con él, como mi hermano. Tu mamá es una puta, Valentina, una puta. 

Termino la llamada sin contestarle ni a uno solo de sus ataques, y dejo mi mirada fija en sus zapatillas. Ella mantiene el silencio. Nos secamos los restos de agua en el aparato ruidoso que tira una especie de viento a veces frío y a veces caliente, y salimos por la misma puerta por la que entramos, donde se formó una fila de gente que antes no había.

Volvemos caminando hasta donde dejamos el auto y la agarro de la mano. Ella me da un beso en la cabeza y me dice que todo va a pasar. Que nos apuremos porque nos queda un rato largo de viaje. Apenas subimos prende la radio y, mientras miro por la ventana, escucho que dicen que mañana va a mejorar un poco la temperatura.

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